VER, OÍR Y NO CALLAR
Dormir tapada mientras el asfalto quema: el calor visto desde el privilegio
"Son las cuatro y media pasadas de la tarde, el asfalto quema en Madrid y ahí están. Trabajando un sábado en las obras de ampliación del estadio Santiago Bernabéu. Veo a cuatro o cinco señores con chaleco y casco. Lo señalo en voz alta. '¿De verdad? No te extrañe que sea hasta ilegal', escucho. Y enseguida se me olvida".
Sábado 16 de julio. Día de la Virgen del Carmen. He felicitado a las cuatro que tengo en mi familia más cercana. También a una amiga. Se me han olvidado otras. Hay muchas en mi entorno. Del año que viene no pasa que felicite a todas. Son las cuatro y media pasadas y en Madrid el asfalto quema.
Yo vengo de celebrar un cumpleaños en un restaurante de El Viso donde los camareros llevan la bandera de España bordada a un lado del delantal. He comido una ensalada porque hay que cuidarse que luego con el bañador vienen los dramas. Unas almejas a la marinera para compartir. En mi mesa se han lanzado a mojar el pan en la salsa. Yo no.
Estoy en una terraza y llevo el pelo suelto porque está climatizada. Odio sudar, el calor y el verano en todas sus vertientes. Repito como una letanía que soy una mujer de enero. Canto el cumpleaños feliz. Beso al celebrante. La vida me sonríe.
Un poco antes de salir, mientras espero la cuenta, llegan unos mariachis al restaurante. Llegan con trajes y sombreros que pesan, sudando a chorros. Uno lleva un casco de moto que deja en una esquina de la terraza. Las mesas están llenas de gente feliz que puede pagar 30 euros por una ración de rape. Yo soy una de ellas. Los mariachis desenfundan los instrumentos y se acercan a una mesa que no es la mía. Cantan 'La bikina' y yo me arranco. Mis hijos me miran con recelo y giran la cabeza negando me conozcan. Ni siquiera de vista. Vuelvo a besar al celebrante mientras paga. Salgo del restaurante.
A los pocos minutos me subo al coche, que está aparcado en un garaje de la zona. El aire acondicionado tarda un poco en refrescar el ambiente, pero no importa. Enseguida recibo el chorro en mi asiento de copiloto. Pongo la radio, suena una canción de la que ahora no recuerdo. Juego con mi pelo al viento, me creo que estoy en un videoclip, bailo mientras pasamos por la calle de Concha Espina. "Mamá, por favor", escucho.
Y entonces el semáforo en rojo. Y yo dejo de bailar. Afino mi vista de miope y los veo. Son las cuatro y media pasadas de la tarde, el asfalto quema en Madrid y ahí están. Trabajando un sábado en las obras de ampliación del estadio Santiago Bernabéu. Veo a cuatro o cinco señores con chaleco y casco. Lo señalo en voz alta. "¿De verdad? No te extrañe que sea hasta ilegal", escucho. Y enseguida se me olvida. Lamentar la escena me sirve para aplacar mi conciencia buenista.
Es fácil aparcar en los barrios acomodados desde principios de julio. Todo es más fácil en los barrios acomodados. Decidimos ir al cine pero nos da tiempo a subir a casa a lavarnos los dientes. "No os sentéis, que al final no salimos", digo. Porque entrar en casa equivale a gloria bendita. Porque en Madrid el asfalto quema, los obreros trabajan pero en mi casa se está de miedo. Flúor, perfume y a la calle. Ya volveré.
El cine está casi vacío y yo compro cuatro entradas, palomitas medianas y dos botellas de agua. En la sala se escuchan mis carcajadas y mis hijos comprueban que no hay película en la que no llore.
Antes de volver a casa, nos separamos. Los menores suben a casa y yo no me resisto a romper con una tradición que inicié hace nada. Un vino a solas con el celebrante. Para hablar de nada y de todo. El bar huele a canela, tiene madera buena por todas partes. Un verdejo cuesta casi cinco euros. Me entrego a un cuenco de patatas fritas porque no todo va a ser sufrir en esta vida. Llevo una camiseta de tirantes y el bar en el que huele a canela tiene el aire acondicionado a tope. Siento frío en las clavículas, pero eso es algo de lo que jamás me quejaré. Sigo pensando que la vida me sonríe.
Y vuelvo a casa, donde se está de miedo. Hago la cena, veo una serie y vuelven a escucharse mis carcajadas, esta vez en el salón. Una noche más dormiré sin que por mi cuello caiga una gota de sudor. Doy besos a los míos. Y ya se me ha olvidado que en Madrid el asfalto quema y he visto a cinco personas trabajando con chaleco y casco a las cuatro y media pasadas de la tarde. "¿Pero estás segura de que había gente?", escucho. Tan segura como que dormiré tapada. Porque las olas de calor también son un asunto de clase.