CIENCIA APARTE

Los antivacunas son responsables de miles de muertes al año

"Quien decide no vacunarse alegando libertad individual probablemente no tenga ni idea de qué son las vacunas. El analfabetismo científico mata. Cada persona sin vacunar no solo se pone en peligro a sí misma, sino que pone en peligro a los más vulnerables"...

Ines Sampaio falleció a los diecisiete años por sarampión el 19 de abril de 2017. La mató el movimiento antivacunas.

La vacuna que inmuniza frente al sarampión, también lo hace frente a los virus de las paperas y la rubeola. Es la vacuna triple vírica que se administra en el primer año de vida. Por decisión de sus padres, ni Ines ni sus dos hermanos estaban vacunados.

La muerte de Ines fue el primer deceso por sarampión registrado en Portugal en 23 años. Solo un año antes la OMS había podido declarar al país «libre de virus potencialmente mortales» como el sarampión o la rubeola. Sin embargo, en 2017 en Portugal se estimaba que más de 10.000 familias habían decidido no suministrar la vacuna triple vírica a sus hijos.

El día que Ines falleció estaban contabilizados 2.716 niños enfermos de sarampión en Italia, 500 en Alemania y 6.434 en Rumanía, con 17 muertos en lo que iba de año. Se calcula que en 2017 murieron 110.000 personas por esta causa, la mayoría de ellas menores de 5 años y a pesar de existir vacunas seguras y eficaces.

Inmunidad de grupo: que tú no te vacunes nos afecta a todos

Hay personas que no se pueden vacunar porque sufren algún tipo de inmunodeficiencia, porque son receptoras de un trasplante, porque todavía no tienen la edad suficiente, etc. Si los individuos que rodean a estas personas están vacunados, no contraerán esas enfermedades porque las vacunas los han inmunizado, así que no pueden contagiar a otros. Los individuos vacunados hacen de barrera protectora, evitan que la enfermedad llegue a esa persona vulnerable.

Las personas no vacunadas quedan protegidas de manera indirecta por los individuos vacunados. Cuanta mayor es la proporción de individuos inmunes, menor es la probabilidad de que una persona susceptible entre en contacto con un individuo infectado. Este fenómeno se llama «inmunidad de grupo».

Solo se puede dejar a una pequeña parte de la población sin vacunar para que este método sea efectivo, por lo que se considera apropiado que solo prescindan de vacuna aquellas personas que, por razones médicas, no pueden recibirla.

Así que quien decide no vacunarse alegando libertad individual probablemente no tenga ni idea de qué son las vacunas. El analfabetismo científico mata. Cada persona sin vacunar no solo se pone en peligro a sí misma, sino que pone en peligro a los más vulnerables. El problema de que haya gente que decida no vacunarse es que su elección puede romper la «inmunidad de grupo».

Antes de la vacuna ya hay antivacunas

El virus SARS-CoV-2 de la familia de los coronavirus es el causante de la Covid-19. Su número básico de reproducción (R0) estimado actualmente es elevado y oscila entre 2 y 5,7. Esto significa que cada persona infectada puede contagiar a entre dos y seis personas más. La tasa de mortalidad actualmente oscila entre el 4 y el 10%, dependiendo del territorio. No contamos ni con tratamientos antivirales ni con vacunas, así que la situación sigue siendo de extrema gravedad. A este escenario hay que sumarle la reciente explosión de movimientos antivacunas. Antes de conseguir un remedio a la pandemia, ya hay personas firmemente convencidas de su oposición a la futurible vacuna. Por eso es tan importante extirpar el problema de raíz. El analfabetismo científico de los antivacunas ya se ha llevado por delante miles vidas a lo largo de la historia.

Esta actitud contraria a las vacunas, incluso antes de que la vacuna exista, no es algo novedoso. A principios del siglo XIX, poco después de que Edward Jenner descubriese la primera vacuna de la historia, algunas personas se posicionaron en contra. Se trataba de la vacuna de la viruela. Medios de comunicación de la época llegaron a publicar viñetas cómicas en las que se sugería que la vacuna haría que te transformases en una vaca, te saliesen cuernos o pequeñas vacas a modo de apéndices.

La vacuna de la viruela consistía en usar el virus de la viruela de las vacas como vacuna. Esto funciona como vacuna porque actúa como una suerte de virus atenuado que despierta el sistema inmune y lo prepara para enfrentarse a la viruela humana. Se observó que las vaqueras quedaban protegidas del virus al desarrollar en sus manos unas pústulas benignas cuando ordeñaban a las vacas infectadas por las viruelas vacunas. De ahí la etimología de la palabra «vacuna».

La viruela es la primera enfermedad erradicada gracias a las vacunas. No se ha registrado ningún caso desde 1977.

Desmontando la patraña más extendida sobre las vacunas: el autismo

Los antivacunas llevan décadas creyendo que las vacunas tienen algo que ver con el autismo. Le echaron la culpa a la vacuna DTP (difteria-tétanos-pertusis), al tiomersal que se usa para preservar algunas vacunas, a la triple vírica (sarampión-paperas-rubeola). Ninguna de estas asociaciones tiene fundamento científico, pero ahí están, erre que erre, disuadiendo a otros para que se unan a su grupo de la muerte.

En 2015 fallecía por difteria un niño de 6 años en Olot. Sus padres decidieron no vacunarle por miedo a que la vacuna le provocase autismo. En 2017 fallecía Ines Sampaio por sarampión. A ambos los mataron los antivacunas.

Imagen: sarampión

El sarampión es una enfermedad muy grave. Antes de que la vacuna se introdujera en 1963 y se generalizara su uso, cada 2-3 años se registraban importantes epidemias de sarampión que llegaban a causar cerca de dos millones de muertes al año.

El sarampión también es una enfermedad muy contagiosa. Su número básico de reproducción es muy elevado, entre 12 y 18, es decir, cada persona infectada puede contagiar a otras 12-18 personas más.

El sarampión es causado por un virus de la familia de los paramixovirus. El virus infecta el tracto respiratorio y se extiende al resto del organismo. Normalmente se suele transmitir a través del contacto directo y del aire. Se propaga por la tos y los estornudos, el contacto personal íntimo y el contacto directo con objetos contaminados por secreciones nasales o faríngeas.

El virus presente en el aire o sobre superficies infectadas sigue siendo activo y contagioso durante periodos de hasta 2 horas, y puede ser transmitido por un individuo infectado desde 4 días antes hasta 4 días después de la aparición de síntomas, por lo que es difícil detectar a los potenciales contagiadores mientras son asintomáticos.

Aunque el virus del sarampión y la enfermedad es diferente a la producida por el actual coronavirus, como vemos, existen ciertas analogías con la Covid-19 que deberían mantenernos alerta frente al potencial destructivo de los movimientos antivacunas.

La intensificación de las actividades de vacunación ha influido de forma decisiva en la reducción de las muertes por sarampión. Se estima que entre 2000 y 2017 la vacuna contra el sarampión evitó 21,1 millones de muertes. Un descenso en la mortandad del 80%. Esto ha sido así gracias a que en 2001 se fundó el Measles and Rubella Initiative, una alianza mundial contra el sarampión y la rubeola en la que participan diferentes autoridades sanitarias y organizaciones benéficas a fin de garantizar la cobertura vacunal en todo el mundo, especialmente en los territorios más desfavorecidos.

A pesar de que el escenario global es próspero, en 2017 se produjo un repunte de casos de sarampión especialmente significativo en territorios desarrollados. De las 110.000 muertes por sarampión registradas en 2017 pasamos a 140.000 en 2018. Los Estados Unidos comunicaron el mayor número de casos en 25 años, y cuatro países de Europa (Albania, Chequia, Grecia y el Reino Unido) perdieron en 2018 la certificación de países libres de sarampión tras haber registrado brotes epidémicos de la enfermedad.

El movimiento antivacunas se ha cebado especialmente contra la vacuna triple vírica que nos protege del sarampión. La patraña más extendida sobre esta vacuna es su relación con el autismo.

Esta patraña tiene su origen en 1998. El médico Andrew Wakefield acudió a los medios de comunicación asegurando que el riesgo de sufrir autismo estaba ligado a la vacuna triple vírica y solicitando públicamente la retirada de la vacuna, lo que causó un gran impacto. Por aquel entonces a este médico se le otorgó crédito porque recientemente había publicado un estudio sobre la triple vírica en la revista científica The Lancet junto a otros 12 colegas. En el artículo no se afirmaba nada que relacionase la vacuna con el autismo, pero sí se afirmaba que los niños vacunados tenían una mayor probabilidad de sufrir problemas intestinales que los no vacunados. Wakefield fue quien posteriormente dijo que el problema intestinal generaba una permeabilidad anómala del tubo digestivo y que eso producía autismo. Sus declaraciones tuvieron un gran impacto, sobre todo en Reino Unido. En los diez años siguientes, el índice de vacunación bajó del 92% al 85%, y los casos de sarampión pasaron de 58 a 1.348.

En 2004, diez de los coautores de la investigación retiraron su firma del artículo y se publicó una rectificación poniendo en duda las conclusiones de Wakefield. Posteriormente The Lancet retiró el artículo de sus archivos tras demostrarse que el estudio se trataba de un fraude y destaparse sus carencias metodológicas. Una de ellas era un conflicto de interés no declarado, ya que Wakefield había solicitado una patente para una vacuna única contra el sarampión, por lo que le beneficiaría que se eliminase la triple vírica. Además, desde febrero de 1996, Wakefield estaba en contacto con Richard Barr, un conocido abogado del movimiento antivacunas que pretendía demandar a farmacéuticas y buscaba pruebas científicas en su apoyo, y que financió secretamente buena parte de los trabajos del médico.

En mayo de 2010 el Consejo General Médico de Reino Unido prohibió a Wakefield el ejercicio de la medicina por fraude, malas prácticas y por «su desprecio por la salud de los niños».

Ningún otro equipo de investigadores ha confirmado nunca la relación entre la vacuna y el autismo, aspecto clave del sistema científico. Al año siguiente The Lancet publicaba un exhaustivo estudio que desvinculaba el autismo con la vacuna del sarampión. La revista Vaccine publicó en 2014 un metaanálisis sobre vacunas y autismo con datos de 1,3 millones de personas. La conclusión es que no hay ninguna relación. Otra revista de gran prestigio, Journal of the American Medical Association, publicó que no había diferencias en la probabilidad de tener autismo entre miles de niños vacunados y no vacunados.

A pesar de toda la evidencia científica generada, cada cierto tiempo las declaraciones de Wakefield y su artículo retractado vuelven a salir a la luz como prueba de que los científicos no lo hemos estudiado a fondo. Hemos perdido tiempo y recursos de la ciencia en desmentir una patraña que nunca había tenido fundamento. Por eso el problema del analfabetismo científico no está solo en el desconocimiento de conceptos básicos como qué es un virus o una vacuna, sino en el desconocimiento del funcionamiento de la ciencia en su conjunto, que es incluso más importante.

Imagen: tiomersal (timerosal)

Que si las vacunas contendrán microchips y nanobots. Que si una multinacional tecnológica las utilizará para controlarnos a través del 5G. Que si las vacunas se fabrican con fetos abortados. Que si las vacunas contienen mercurio para provocarnos autismo. Siempre hay un villano gigantesco contra el que luchar y sobre el que ya hay prejuicios bien establecidos: multinacionales, farmacéuticas, los sospechosos habituales para los que tienen el pensamiento crítico poco afinado y la cultura científica mal educada.

A pesar de que la relación entre la vacuna triple vírica y el autismo ha sido ampliamente desmentida, ha habido múltiples intentos por reactivar esta patraña. Le llegó el turno al tiomersal, una sustancia cuyo principio activo es el etilmercurio y que se usa para evitar el crecimiento de bacterias y hongos en algunas vacunas. Los antivacunas relacionaron esta sustancia con el autismo. Otra vez el autismo. Por cierto, las vacunas del sarampión y la rubeola que Wakefield relacionó fraudulentamente con el autismo no contienen tiomersal.

La cantidad de tiomersal que contienen algunas vacunas es ínfima, representa menos del 0,1% de las principales fuentes de exposición humana al mercurio. Toda la evidencia científica generada ha descartado la relación del tiomersal con el autismo.

La patraña está bien construida. Aunque el mercurio no está relacionado con el autismo, sí es un conocido neurotóxico. Y aunque el tiomersal no es mercurio, ni metilmercurio, sí contiene etilmercurio, que tiene un nombre que se le parece. Estas verdades aparentes son los cimientos sobre los que se construye la patraña. Para personas sin cultura científica estos detalles pasan inadvertidos y se convierten en el coladero de los antivacunas.

El tiomersal se reemplazó por otro conservarte en varias vacunas desde 2001. Esto quiere decir que, de existir la conexión entre el tiomersal utilizado en las vacunas aplicadas a millones de niños y el autismo, el número de casos tendría que haberse reducido drásticamente. Eso no ha ocurrido.

Ojalá supiésemos qué desencadena el autismo y cómo evitarlo. Pero no es así. Todavía no hemos hallado una respuesta, pero lo que sí sabemos es que la causa no está ni en las vacunas ni en el tiomersal. Dejemos de perder tiempo y recursos en un callejón sin salida. La causa del autismo estará en otra parte, no ahí.

El éxito de las vacunas es su principal debilidad

En los países desarrollados, donde los programas de vacunación están bien establecidos y en gran parte son gratuitos, se pone en duda la necesidad de las vacunas a causa de su propio éxito. Es decir, como gracias a las vacunas ha disminuido radicalmente la frecuencia de enfermedades infecciosas, los padres no perciben el riesgo de esas enfermedades y no ven su necesidad. Se tiene más miedo a la vacuna que a la propia enfermedad. Sin embargo, en los países con ingresos medios o bajos, donde este tipo de enfermedades son todavía frecuentes, la duda de la inmunización es menor. Allí donde la mortalidad infantil es todavía muy alta debido a las enfermedades infecciosas, da más miedo la enfermedad que la vacuna. Da más miedo porque sus poblaciones han visto y vivido la enfermedad muy de cerca. En los países desarrollados muchas de estas enfermedades solo figuran en los libros. Es difícil imaginarse el daño que pueden llegar a hacer.

A pesar de esto, incluso en los países de bajos ingresos también han surgido algunas controversias que han hecho disminuir las coberturas vacunales y han supuesto un serio problema para las campañas mundiales de inmunización. En 1990, en Camerún se extendieron rumores de que el objetivo de las campañas de vacunación era la esterilización de las mujeres. En 2003 se boicoteó la vacuna de la polio en el norte de Nigeria también con rumores de que la vacuna era una estrategia para extender el VIH y reducir la fertilidad entre los musulmanes. A consecuencia de estos rumores, la polio resurgió en Nigeria y se extendió por quince países africanos que ya habían sido declarados libres de la enfermedad.

Ahora que están muriendo miles de personas a consecuencia de la Covid-19, también hay un repunte en los movimientos antivacunas. Ni siquiera la presencia de la muerte a un palmo de las narices les atemoriza. No sé de dónde sacan algunos la fe en que la enfermedad no va con ellos.

laSexta/ El Muro/ Deborah García