CIENCIA APARTE

Cinco artistas en el laboratorio

La científica Érika García con la artista Verónica Moar en los laboratorios BioCost del CICA. | Deborah García Bello.
  Madrid | 17/04/2024

"Donde un científico encuentra algo útil para resolver un problema, un artista puede ver un material con una nueva poética. Igual que una escultura no cuenta lo mismo si es de acero o de hormigón, un nuevo material aporta para el arte nuevas lecturas".

Una ceramista en un laboratorio de química del estado sólido. Una diseñadora textil en un laboratorio de química supramolecular y nanotecnología. Un escultor en un laboratorio de biología costera. Una fotógrafa en un laboratorio de ciencias del suelo. Y una artista visual en un laboratorio de biología molecular. Cuando el físico C.P. Snow pronunció su célebre conferencia Las dos culturas en 1959, alertando sobre el problema de la parcelación del conocimiento y la falta de interdisciplinariedad, lo hizo con la convicción de que los saberes tenderían a reunirse de nuevo. Había antecedentes próximos, como la escuela de la Bauhaus, que se creó en Alemania en 1919 para reunir a arquitectos, diseñadores, artesanos y artistas. Su fundador, Walter Gropius, pretendía con ello librarse de la arrogancia que busca erigir una barrera infranqueable entre los artesanos y los artistas. "Debemos regresar al trabajo manual", dijo. En España tenemos un ejemplo a la altura, el Laboratorio de formas fundado por Luis Seoane e Isaac Díaz Pardo que en 1963 reunió a profesionales de todos los campos del saber y que culminó con la recuperación de Sargadelos. De ese legado surge el proyecto de residencias artísticas CICAGallery en el que está inmerso actualmente el Centro Interdisciplinar de Química y Biología (CICA) de la Universidade da Coruña. Cinco artistas han estado casi tres meses trabajando en diferentes grupos de investigación con el objetivo de crear cada uno dos obras de arte.

La finalidad de estos proyectos interdisciplinares es abrir unas vías de comunicación que han sido cerradas artificialmente. Es bonito ver cómo en un par de semanas los artistas saben hacer un cultivo bacteriano, pipetear, manejar un rotavapor o hacer una extracción. Y que a su vez los científicos aprenden qué es un bizcochado cerámico, un revelador fotográfico o un ligamento textil. El método científico no dista demasiado del método de un artista. Esta es la conclusión a la que han llegado todos. Se proponen unos objetivos, se plantea una hipótesis, se prueba, se falla, se vuelve a probar, se acierta, y se llega a una conclusión. La conclusión puede ser un producto útil, como un material sólido refrigerante que sirve para sustituir los fluidos contaminantes que utilizan las neveras y los aires acondicionados, un tratamiento para reestablecer la microbiota de las personas con obesidad, la repoblación de algas en peligro, las nanopartículas de oro para tratar el cáncer o el uso de biochares para enmendar suelos agrícolas. O la conclusión puede ser el conocimiento en sí mismo, que es lo que se pretende tanto en el arte como en la investigación en ciencia básica. Así, estos equipos interdisciplinares han conseguido crear un nuevo esmaltado cerámico, un revelador fotográfico extraído del suelo, una nueva técnica de tinte, o una pintura sintetizada por bacterias. En menos de tres meses de convivencia entre científicos y artistas la creación de conocimiento se ha acelerado, como si todos ellos hubiesen encontrado atajos que tenían más a mano de lo que pensaban.

Los artistas entraron en los laboratorios como quien abre la ventana para ventilar. Me refiero a una cualidad que se presupone compartida por científicos y artistas: la curiosidad. Uno de los científicos del proyecto CICAGallery reflexionaba sobre ello, decía que la curiosidad estaba cada día más sepultada bajo plazos, objetivos y resolución de problemas concretos tan bien definidos que no había margen para adentrarse en lo inesperado. Cuando los artistas llegaron al laboratorio sin un plan definido, con la intención de dejarse seducir, de probar y quizá fallar, fue como recuperar una identidad curiosa que nunca se debió haber dado por sentada.

Donde un científico encuentra algo útil para resolver un problema, un artista puede ver un material con una nueva poética. Del mismo modo que una escultura no cuenta lo mismo si es de acero, de hormigón o de oro, un nuevo material aporta para el arte nuevas lecturas; incorporar un nuevo material en el arte es como incorporar una palabra nueva al diccionario. Lo mismo ocurre con los conceptos científicos. Comprender cómo funcionan los receptores visuales de los ojos permitió establecer nuevas teorías del color y redefinir los colores primarios de la pintura y del audiovisual. En este proyecto también surgieron conceptos científicos de interés artístico. Uno de ellos fue la quiralidad, que es la propiedad de un objeto de no ser superponible a su imagen especular. La palabra 'quiralidad' viene del griego kheir, que significa 'mano'. La mano izquierda y la derecha son imágenes en espejo no superponibles. En química también existen moléculas quirales; son sustancias con una composición idéntica, pero con una disposición espacial en espejo, lo que frecuentemente provoca que sus propiedades sean muy diferentes. Es algo que sucede con las nanopartículas de oro. Este concepto tan corriente para la ciencia resultó ser crucial para los artistas que miran el mundo como un compendio de dualidades: la luz y la oscuridad, lo lujoso y lo austero, lo divino y lo terrenal.

Uno de los choques más interesantes de la convivencia entre científicos y artistas fueron las escalas. Los biólogos que trabajan con la escala de las células, los virus y las bacterias, o los químicos que trabajamos con la escala de los átomos y las moléculas, estamos acostumbrados a tratar con universos invisibles, con escalas que hoy en día podemos medir, pero no ver del modo en el que se entiende popularmente el concepto de ver. Los artistas, que trabajan en la escala de lo macroscópico, encontraron un reto en esta diferencia de tamaños y formas de mirar. El encuentro entre ambos es fascinante. Por ejemplo, una ceramista tarda años en aprender a amasar la arcilla, una técnica que una química no podría reproducir pero sí comprender a escala atómica, viendo cómo las capas de silicatos se alinean de forma paralela para aliviar tensiones que de otro modo se liberarían en el horno ocasionando roturas. Hay mucha belleza en esa descripción tan minuciosa del mundo. Y es que la belleza no es un atributo exclusivo de las artes, sino que subyace a todas las formas de conocimiento. Solo alguien muy alejado de su propia sensibilidad no ve belleza en las descripciones del mundo que ofrece la ciencia.