CIENCIA APARTE
¿Qué es la verdad para la ciencia?
"Ahora más que nunca es importante reivindicar el valor del consenso científico. Porque las voces discordantes a menudo son ruido y desinformación, individuos que sin pudor se declaran únicos poseedores de la verdad"...
Hace un par de días el científico y divulgador Neil deGrasse Tyson publicaba en Twitter "Lo bueno de la ciencia es que es verdad, creas o no en ella". La publicación tuvo un gran impacto y recibió bastantes críticas. No es una afirmación nueva, de hecho, es una de sus citas más conocidas. En 2017 estuve en el Rose Center de Nueva York que él dirige y ya se vendían camisetas con esa frase.
La mayoría de los científicos nos resistimos a utilizar la palabra "verdad", más por lo que sugiere que por lo que significa. Sobre todo en contextos tan limitados como las redes sociales, en las que no hay espacio para matices, escribir "verdad" suena a "dogma".
La definición de "verdad" no es algo fácil. A lo largo de la historia de la filosofía se ha procurado definir, explicar y comprender en qué consiste la verdad, dando lugar a lo que denominamos teorías de la verdad.
En un extremo está el dogmatismo, cuyo principal exponente es Descartes, que defiende que es posible obtener conocimientos totalmente verdaderos, absolutamente seguros y definitivos, es decir, verdaderos para siempre. En el extremo opuesto está el escepticismo, cuyo principal exponente es Hume, que niega la posibilidad de obtener conocimientos verdaderos. Los escépticos radicales afirman que la verdad no existe, o que, si existe, el hombre es incapaz de conocerla.
Entre estas teorías de la verdad hay todo un abanico de grises. El pragmatismo identifica lo útil con lo verdadero. Para el criticismo el conocimiento es posible, pero no es incuestionable ni definitivo, sino que debe ser revisado y criticado continuamente para detectar errores y falsedades. El criticismo kantiano sugiere una crítica de la razón para averiguar hasta dónde puede conocer, y el racionalismo crítico de Popper sostiene que todo saber es falible y, por eso, tiene que ser puesto a prueba. El perspectivismo, abanderado por Ortega y Gasset, defiende que todas las perspectivas son verdaderas, y si fuese posible reunirlas todas, de cada individuo y de cada generación, esa sería la verdad absoluta. Para el subjetivismo averiguar si algo es verdadero depende de cada sujeto. Para el relativismo, reconocer algo como verdadero o falso depende de cada cultura, época o grupo social, negando que existan verdades universales y absolutas.
Para delimitar qué es lo verdadero se han ido proponiendo diferentes criterios de verdad. Empezando por Aristóteles, quien afirmaba que un enunciado es verdadero si se corresponde con la realidad. Esta definición de "verdad" proviene de la etimología latina veritas que se refiere a la "exactitud y el rigor en el decir". También existe la verdad como intuición intelectual, como coherencia o como utilidad para resolver problemas. También hay una aproximación estética a la verdad. En ciencia la belleza es un criterio de verdad, por eso se validan leyes y ecuaciones en términos de orden y elegancia. La información se convierte en conocimiento cuando se ordena. El ejemplo que mejor lo ilustra es la tabla periódica.
En ciencia se acostumbra a hablar de "verdad" como "verdad por consenso". Esta es la definición de Habermas de verdad que mejor se ajusta a cómo funciona la ciencia moderna. Cualquier científico puede presentar a la comunidad científica una tesis correctamente argumentada. Otro científico puede contraargumentar mostrando pruebas mejores. Tras el debate y el análisis de las pruebas, la comunidad científica llegará a un acuerdo. Ese acuerdo es la verdad, la "verdad por consenso".
Cuantas más y mejores sean las pruebas, se establecerán nuevas "verdades por consenso". Esto implica que la ciencia es una acumulación de "verdades por consenso" que se van adecuando a las pruebas, por eso la ciencia se autocorrige y esa es su gran virtud.
No se debe confundir que una verdad por consenso esté obsoleta con que no hubiese sido ciencia. La combustión, por ejemplo, que hoy definimos como una reacción química de oxidación, en su día se definía por medio de la teoría del flogisto. El flogisto venía a ser una sustancia hipotética que representa la inflamabilidad. Es una teoría obsoleta, pero no por ello deja de ser ciencia. Lo mismo podría decirse de la hipótesis del éter que servía para describir la propagación de la luz en el vacío, o de la teoría miasmática que, antes de descubrir los microorganismos, decía que unos efluvios malignos eran los causantes de las enfermedades. Son teorías obsoletas, pero en su día representaron el consenso científico.
A menudo se olvida la importancia del consenso científico y se presta demasiada atención a las voces discordantes. Lo estamos viendo en la pandemia, aunque con menos focos esto ha sucedido siempre. Con frecuencia se incurre en el estereotipo de la ciencia como fruto de señores geniales que trabajan aisladamente: el típico genio rebelde que mostró la verdad y cambió el curso de la ciencia. Como el relato heroico de Galileo ante la Inquisición defendiendo que la Tierra gira alrededor del Sol y no al revés. Los relatos heroicos nos encantan, pero en ciencia son casos excepcionales. La historia de la ciencia es colaborativa. Lo normal ahora es trabajar en equipos multidisciplinares (químicos, biólogos, físicos…) que comparten sus resultados y entre todos establecen las "verdades por consenso". Los héroes y los rebeldes quedan bien en los libros de texto y en los museos, pero dan una imagen elitista e individualista de la ciencia que no se corresponde con la realidad del trabajo científico.
Ahora más que nunca es importante reivindicar el valor del consenso científico. Porque las voces discordantes a menudo son ruido y desinformación, individuos que sin pudor se declaran únicos poseedores de la verdad. Si alguna de estas voces discordantes tiene pruebas, las mostrará a la comunidad científica para tratar de establecer un acuerdo, una "verdad por consenso". Estos debates no son riñas tuiteras. Aunque las redes sociales sirven para agilizar el contacto entre científicos, el debate científico no ocurre ahí. El sistema de la ciencia tiene sus cauces y estos son más sofisticados que un intercambio público de afrentas.
En materia de salud el consenso científico lo representan las autoridades sanitarias. Ellos son quienes revisan los estudios y establecen sobre qué cuestiones hay pruebas suficientes como para renovar un criterio. En una situación tan urgente como una pandemia, el consenso puede parecer lento. Aunque se ha aliviado el peso de la burocracia por la fuerza, la ciencia tiene sus tiempos, y siempre va a haber personas disconformes con ello: "las vacunas han salido muy pronto" o "los test de antígenos para cribados se han aprobado muy tarde"; lo que es lo mismo, "no se sabe lo suficiente" o "eso ya se sabía hace tiempo". Unos y otros van desacompasados con la verdad por consenso y, por tanto, en una situación tan sensible es peligroso darles voz y presentarlos como galileos.
Por eso cuando me preguntan cómo diferenciar la información de la desinformación, el primer consejo que doy es que desconfíen de quienes acostumbran a desviarse del consenso científico. Con alta probabilidad no serán héroes, sino imprudentes. Reescribiendo la afirmación de Neil deGrasse Tyson, lo bueno de la ciencia es que las verdades se consensuan, creas o no en ellas.