Trabajos Sucios
Etiquetas
Esta semana, a todos nos sacudió el horrible asesinato cometido por una agente de la Guardia Civil: mató a sus dos hijas de nueve y once años pegándole dos tiros a cada una y se suicidó. Los medios de comunicación se lanzaron a toda velocidad a buscar explicaciones, a poner etiquetas, es decir, a especular.
El ser humano prefiere que todo tenga una explicación, que siempre exista un porqué, sobre todo cuando hablamos de crímenes. Una sensación de desasosiego nos reconcome cuando no podemos etiquetar un acto terrible, cuando somos incapaces de englobarlo bajo una tipología ya conocida o abrir con él una nueva. Ocurrió con el crimen de Asunta Basterra, la niña asesinada por sus padres en Santiago de Compostela. Aún no sabemos qué llevó a Alfonso Basterra y a Rosario Porto a ponerse de acuerdo –esa es la verdad judicial, la de la sentencia– para acabar con la vida de su hija, una niña china que la pareja adoptó como colofón a lo que bajo los focos aparentaba ser una familia perfecta. Rosario se quitó la vida en prisión sin haberlo explicado nunca y él mantiene un inquietante silencio mientras espera paciente su libertad.
A veces creamos etiquetas. Cuando Tomás Gimeno mató a sus dos hijas arrojándolas en bolsas de deporte al Atlántico y se quitó la vida aquel terrible crimen se etiquetó como violencia vicaria: Tomás quería hacer daño a su mujer y lo hizo de la forma que más le podía doler: acabando con la vida de sus hijas. Como teoría, se sostiene, pero nunca podremos saber a ciencia cierta si esa fue su motivación, porque Tomás se la llevó con él al fondo del mar. Unos años antes, José Bretón y David Oubel también mataron a sus hijos. Entonces no habíamos inventado la etiqueta de la violencia vicaria y tampoco ellos dieron explicaciones acerca de sus crímenes: David –primer condenado a prisión permanente revisable– reconoció los hechos, pero mantuvo silencio en todo el proceso y Bretón pidió hasta el final de su recorrido judicial que le dejasen en libertad para poder buscar a sus hijos.
Otras veces, ante actos tan crueles como inexplicables se tira de la etiqueta de la enfermedad mental para estar más tranquilos. Si esos crímenes son obra de locos, todo va bien mientras no nos juntemos con uno de ellos. En otras ocasiones se recurre a la manida psicopatía y así cualquier asesinato sin un móvil claro es siempre obra de un psicópata, sin que en la mayoría de los casos los parroquianos de bar que pueblan ahora las tertulias televisivas conozcan lo que es trastorno antisocial de la personalidad o les suenen las siglas DSMV, el manual diagnóstico y estadístico que describe todos los trastornos mentales y que va ya por su quinta edición. Pero ellos ya han colocado su etiqueta.
Por aquí ya he dicho alguna vez que a medida que cumplo años –56 serán los próximos– y acumulo antigüedad en el oficio de reportero –36 años de servicio hice este verano–, tengo menos certezas, mis dudas crecen y hago lo posible por aprender cada día. Esta semana, a todos nos sacudió el horrible asesinato cometido por una agente de la Guardia Civil: mató a sus dos hijas de nueve y once años pegándole dos tiros a cada una y se suicidó.Los medios de comunicación se lanzaron a toda velocidad a buscar explicaciones, a poner etiquetas, es decir, a especular. Ni el padre de las niñas había pedido la custodia, ni había sido amenazado por la asesina ni había pasado nada entre ellos que justifique o al menos explique lo ocurrido. Y es que hay algo que uno aprende desde este puesto de observador de los comportamientos humanos, aunque cuesta asumirlo: hay comportamientos para los que no hay explicación, a los que no se puede poner etiquetas. Sólo ella sabe lo que pensaba entre el primer y el quinto disparo. Los demás no tenemos ni la menor idea y jamás lo sabremos.