Trabajos sucios

Trece años

"El policía, acostumbrado a lidiar cada día con los horrores de la violencia sexual, escuchó con rabia y espanto las confesiones de Leticia. La niña le contó que cuando tenía doce años vio a su tía manteniendo relaciones sexuales con un hombre y acabó uniéndose a ellos. El hombre pagó algo más de lo acordado"...

Policía Nacional (Archivo) | Policía Nacional
Manuel Marlasca
  Madrid | 21/12/2020

Leticia (no es su nombre real, pero la llamaré así, como la protagonista del libro de Iván Jablonka 'Laetitia o el fin de los hombres') tiene trece años y ha vivido ya mucho más que usted, aunque usted llegue a vivir cien años. Leticia le contó al policía del grupo 22 de la UFAM de Madrid que se ganó su confianza, cómo se la chupó a un hombre por una dosis de coca o cómo le hizo una paja a otro por cinco euros. Y lo dijo así, con estas mismas palabras. Leticia tiene trece años y es politoxicómana. Leticia tiene trece años y pasó gran parte de los meses del confinamiento durmiendo en unos portales. Una de esas noches se despertó cuando un indigente que dormía con ella la penetraba.

Leticia fue rescatada por la UFAM en la operación Meretriz. Su hermana –hija del mismo padre–, una chica de veintiún años, acudió a la Policía con el teléfono móvil de la cría y una pipa para fumar cocaína que le quitó a la niña. La denunciante contó que su hermana vivía con su tía porque la Comunidad de Madrid le había quitado la custodia a la madre, alcohólica, cuando apenas tenía tres años. Desde entonces, Leticia vivía entre centros de menores y pisos de acogida, de los que escapaba continuamente, y las covachas en las que su tía se prostituía para obtener la droga a la que es adicta. La UFAM, con la ayuda del grupo de Delitos Tecnológicos, descifró el submundo en el que se movía Leticia gracias a su teléfono: allí había nombres, alias, teléfonos, fotos…

El grupo 22 de la UFAM localizó a la niña y uno de sus agentes se ganó su confianza. El policía, acostumbrado a lidiar cada día con los horrores de la violencia sexual, escuchó con rabia y espanto las confesiones de Leticia. La niña le contó que cuando tenía doce años vio a su tía manteniendo relaciones sexuales con un hombre y acabó uniéndose a ellos. El hombre pagó algo más de lo acordado. En cómo lo contaba Leticia no se percibía que se sintiese víctima de nada ni de nadie. Hablaba con naturalidad de pajas por diez euros o de mamadas por una micra de coca, había normalizado todas esas aberraciones, como si no pudiese esperar nada más de la vida. Seguramente porque no esperaba mucho más.

Los agentes del grupo 22 hicieron un viaje a los infiernos para localizar a la tía de la niña. Recorrieron narcopisos, naves en las que malviven indigentes toxicómanos y fumaderos hasta que, cinco días después, dieron con ella. "Sí, yo le he enseñado todo", se lamentaba cuando fue detenida y conoció los motivos de su arresto. Después, la Policía fue localizando y deteniendo, uno por uno, a los doce hombres que pudo identificar con la ayuda de las conversaciones del teléfono de Leticia y su testimonio. Todos ellos eran moradores del averno de la droga y la delincuencia. Tipos capaces de pagar entre cinco y veinte euros para que una niña les haga una felación o los masturbe. Tipos capaces de suministrar una papelina a una cría de trece años.

Leticia está ahora en un centro de menores, lejos de su tía, lejos del submundo que ha habitado en el último año. Su hermana está pendiente de ella y llama de vez en cuando a los agentes del grupo 22 y les cuenta que teme que la niña siga en contacto, a través del teléfono, con esos moradores del infierno. Leticia cree que es su hábitat natural.