DE PUÑO Y LETRA
El súbdito Garzón y el besamanos de la discordia
Las aspiraciones burguesas es lo que tienen, que puedes acabar con un traje de chaqueta mal planchado y olor a cebolla en los calcetines, haciendo cola para doblar la cerviz ante los herederos de Franco.
El otro día, con motivo de la Fiesta Nacional de España, la Hispanidad, la Virgen del Pilar, el Día de la Raza y la madre que nos parió, en fin, que el otro día, tras el desfile de la cabra, los paraguas y los perros, hubo besamanos real en Palacio. Y claro, asistieron todos, todas y todes, pues no faltó Yolanda Díaz, luciendo modelito, como tampoco faltó mi querido Alberto Garzón, el que fuera ministro y comunista, y que ya no es ni una cosa ni la otra, si es que alguna vez fue otra cosa de lo que es ahora. Digo.
Cuando vi en las fotos al súbdito Garzón, embutido en su traje oscuro; pantalones acebollados y corbata a juego, me vino a la cabeza el personaje aquél, amigo de Montalbano, un tal Carlo Militello, apodado Martel, que en sus años de juventud fue un acérrimo comunista. Cuenta Montalbano cómo, a su lado, Ho Chi Min era poco menos que un socialdemócrata. Sus proclamas contra la Banca, la policía y todo lo que guardase relación con las estructuras burguesas, fueron célebres en las calles del 68.
Con el tiempo, el tal Martel acabó siendo nombrado presidente del segundo banco más importante de Sicilia. "Ahorcaremos a los enemigos del pueblo con sus corbatas" era una de sus consignas cuando todavía quería cambiar el mundo, mucho antes de que el mundo le cambiara a él y a otros tantos como él, de sitio y de ropas, aunque, según Montalbano, en realidad, ni siquiera "habían tenido necesidad de cambiar porque en el 68 se habían limitado a hacer teatro, poniéndose disfraces y máscaras de revolucionarios".
Con todo, yo a Garzón le seguiré dando el beneficio de la duda y seguiré pensando que antes se lo creía. Lo que sucede es que, oye, la vida y sus curvas llevó al chico a meterse en gastos. Y las aspiraciones burguesas es lo que tienen, que puedes acabar con un traje de chaqueta mal planchado y olor a cebolla en los calcetines, haciendo cola para doblar la cerviz ante los herederos de Franco. Esas cosas.
Sin embargo, yo le tengo que agradecer tal acción, pues, de no haber sido así, no me hubiera llevado hasta la novela de Andrea Camilleri, a uno de las primeros casos de Montalbano, el que se recoge con el título La excursión a Tindari (Salamandra) y que he vuelto a releer estos días; una historia picada por la sal del mediterráneo como corresponde al comisario de Vigata, en este caso con el cadáver de un joven y la desaparición de dos ancianos; sucesos que, a primera vista, parecen desconectados, pero que con el pasar de las páginas se descubre la relación de ambos.
Montalbano con sus inseparables Catarella y Aguello nos lleva de paseo por acontecimientos imaginarios que no dejan de ser verdad. Esto último sucede en cuanto te sumerges en cualquiera de sus novelas. Por eso mismo, las historias de Montalbano resultan ser un buen analgésico para un mundo que cada día duele un poco más.