DIARIO DE UN CONFINAMIENTO

Un (casi) mal día

"Cuando los niños se fueron a la cama hicieron esa cosa que ellos saben hacer porque, aunque disimules, detectan tu angustia y tu dolor: vinieron, me dieron un abrazo y me dijeron que me querían"...

No sé por qué, pero ayer me pesé al levantarme. Estoy dos kilos por debajo de lo que marcaba antes del pasado miércoles, cuando H y M dejaron de tener cole. La realidad es que comer en casa te evita zampar bastante mierda y que no pedir comida a domicilio le sienta bien a cualquiera, pero en vez de tomarme bien que se han ido dos kilos que me sobraban, me empecé a comer la cabeza: "Qué me pasa, son los nervios, esta situación me va a pasar por encima". Era evidente que no iba a ser un buen día. Escribir un diario, supongo, es mostrar los días de este confinamiento que van a ser horribles. Allá vamos.

Salí de casa por primera vez en cinco días. A comprar comida, claro. Ponerme vaqueros me resultó incomodísimo tras tantos días de ir en pantalón corto y toda la gente que me cruzaba me parecía guapísima. La luz era horrible, porque había nubes, pero como no tengo terraza y vivo en un bajo, era la más potente que recibía en demasiados días. Casi me hacía daño. Hice una compra absurdamente grande (sin papel higiénico) y me volví, cargado con un carro y tres bolsas, agotado y derrotado.

Al regresar, H y M ya andaban subiéndose por las paredes. Les estamos pidiendo un sacrificio horroroso: en la última semana han salido una hora de casa, antes del estado de alarma, en la que fueron a campo abierto, no tocaron nada y solo corrieron.

"En esta casa nos atropelló la vida un poco"

No sé lo que van a aguantar así y nos exige un esfuerzo cada vez mayor de entretenerlos y acompañarlos. Ya ni preguntan si van a salir de casa. Y nosotros, sus padres, tenemos que teletrabajar y mantenernos fuertes para sobrellevarlo todo, y no siempre es posible. Ayer fue así. En esta casa nos atropelló la vida un poco y fue uno de esos días en los que la realidad te pega tanto anímicamente que llega un momento del día en el que te tapas la cara y la cabeza, te haces un ovillo y le dejas que te dé patadas hasta que se canse de hacerte daño y se vaya.

Currar está siendo complicado. Hacemos muchas pruebas técnicas en las que nada sale bien porque a todos nos ha pillado con el pie cambiado la situación y ves que estás frente a una webcam esperando a que gente que se está matando a currar consiga que las cosas fluyan. Y tú estás ahí, sin hacer nada, sintiéndote culpable por la matada que se están pegando ellos mientras esperas y sintiéndote culpable porque no estás con tus hijos, y los oyes gritar, y notas que la ansiedad te come.

Luego llamé a mi madre. No se puede mover y, como venirse a vivir con uno de sus dos hijos no es una opción para ella, está, mientras espera por una operación de cadera que, evidentemente, por esta situación no va a llegar en unos meses, viviendo en una residencia y soportando unos dolores tremendos. Ella lleva confinada ya 10 días, porque hubo un positivo allí y los encerraron a todos en sus habitaciones. Por suerte, como lo podemos pagar, vive en una especie de minipiso con mucha luz que se lo está haciendo más llevadero. Por desgracia, cuando la duchan la sientan en un sillón frente a la tele y ayer, cuando la llamé, estaba llorando y rayando el ataque de ansiedad porque hacía demasiado tiempo que había llamado para que la ayudaran a ir a la cama y nadie respondía. En su residencia, como en tantos centros sanitarios, la situación es límite: residentes confinados, plantillas con muchísimas bajas por síntomas de coronavirus, trabajadores doblando turnos y exhaustos. Llamé para pedirles por favor que fueran a ayudarla y lo hicieron rápidamente. Pero es muy difícil que tu madre esté sola, que tenga dolores, que esté desesperada y no poder hacer nada. Te parte el alma sentir que alguien es tan vulnerable y que, además, en esta pandemia corre riesgo real de infectarse y morir.

Así que llegó la noche. No pude cenar en familia por el trabajo, pero cuando los niños se fueron a la cama hicieron esa cosa que ellos saben hacer porque, aunque disimules, detectan tu angustia y tu dolor: vinieron, me dieron un abrazo y me dijeron que me querían. Sin darse importancia, como son ellos, sin ningún postureo. Con amor verdadero. De un plumazo, el día de mierda se fue. La vida dejó de patearme. Deshice mi ovillo vital y me estiré.

Hoy es el día del padre. A las siete de la tarde hay programada (y es en serio) una aplausada consistente en que hay que salir a la ventana y los portales pares dirán "Hola don Pepito" y los impares contestarán "Hola don José". No me va a confortar hacerlo, no, así que me abstendré de otra muestra de delirio colectivo. Yo solo espero que H y M me vuelvan a dar otra lección de resistencia y amor y que yo sea lo suficientemente buen padre como para responderles como se merecen.

laSexta/ El Muro/ Quique Peinado