Una luz que nunca se va
Ojalá fuéramos capaces de inventar una palabra para apelar a la solidaridad marica
"Una vez que empecé a vivir públicamente como hombre marica me topé con que esas puertas de aquel armario no terminaban nunca..."
En el momento en el que siendo un chico dije que me había enamorado de otro chico.
Pensé que fingir o esconderme se había terminado.
Que una vez liberado de esa presunción constante de la heterosexualidad.
Una vez confrontado el miedo a que me dejaran de querer por lo que sentía.
Todo sería mucho más sencillo, ¿no?
Entendí que aquellas personas que habían experimentado una situación similar a la mía.
Harían de la empatía y del buen trato una bandera.
Pero no fue así en absoluto.
Una vez que empecé a vivir públicamente como hombre marica.
Me topé con que esas puertas de aquel armario no terminaban nunca.
Porque allí donde esperé encontrar una solidaridad.
Un lugar en el mundo.
Lo que encontré, normalmente, muchas veces, demasiadas veces fue más dolor y más daño.
Fue más rechazo.
Me encontré con hombres que seguían oprimiendo a otros hombres que no encajaban con la idea de lo que tenía que ser un hombre.
Me encontré pasando del insulto del matón del patio del colegio.
Al «plumas no» en una aplicación de contactos.
Me encontré pasando del maricón el último.
Al «qué asco de cuerpo», «qué asco pelos», «qué asco gordo».
Me encontré pasando de ser el chico indeseable por ser femenino.
Al «solo masculinos discretos».
Me encontré con un deseo arraigado en las cabezas a través de imágenes pornográficas.
Con una performatividad de los cuerpos convertida en una meta.
Cincelada en esa misma masculinidad que nos había herido a todos.
Me encontré con que para ser aceptado, deseado o querido.
No podías parecer marica y tenías que ser un superhombre.
Me encontré con que si algo no era normativo, entonces era un fetiche.
Del yo esto jamás al yo solo esto.
Con una deshumanización en serie.
Me encontré con una competición constante.
Desquiciada.
Por demostrar a quién deseaban más.
A quién elegían.
Me encontré que estábamos recuperándonos de una autoestima en números rojos intentando conseguir que nadie jamás nos pudiera decir que no.
Ganando.
Haciendo ver que siempre habría alguien más marica que tú.
Al que poder joder para sentir que, por fin, habías conseguido algo en la vida.
Para sentir que, por fin, eras aceptado en la «normalidad».
Ojalá nos tratáramos mucho mejor, chicos.
Porque los maricas podemos hacerlo mucho mejor entre nosotros.
Ojalá empezáramos a entender que interactuamos con seres humanos.
Y no con trozos de cuerpos.
Ojalá fuéramos capaces de inventar una palabra para apelar a la solidaridad marica.
Una palabra de seguridad, una palabra hogar, una palabra que sea un arma contra el desprecio.
Algo que nos uniera más allá de nuestros gustos.
Y que sirviera para entender que todos, por dentro, seguimos siendo los mismos.
Esos niños que tuvieron que correr el riesgo de defraudar a otros.
Para ser las personas que son.
Ojalá entendiéramos que la libertad.
Sin cuidados.
Sigue siendo prisión.