FUSILAMIENTOS EN NAVALCARNERO Y TALAVERA DE LA REINA

Los muertos de 'la Yaya' no son "unos huesos": relato sobre la desmemoria de España

Una senadora del PP critica que la partida presupuestaria destinada a la memoria histórica sea para desenterrar "unos huesos", un argumento más de quienes quieren impulsar el olvido del pasado reciente de España.

Ocurrió en 1936. El padre de Luisa González Recuero, la Yaya, fue fusilado por las tropas franquistas. Su delito fue ser comunista, cuando no regía una sastrería. Ella narra el suceso en ocasiones, a su manera, porque tenía unos siete años cuando vivió la tragedia. Un conocido de la familia en Navalcarnero, aquel con el que uno suele cruzarse un par de palabras de cortesía cuando se lo encuentra al paso, le delató ante una de las divisiones que ya habían arrebatado a los republicanos el control de la zona sur de Madrid, a comienzos de la Guerra Civil.

Esta denuncia le costó la vida al hombre que luchaba de forma clandestina para sacar de la prisión a civiles injustamente encerrados. "Sacó a todos con ayuda de uno que vino de Cuba. Mulato, negruzco, guapísimo. Parece que lo estoy viendo", dice la Yaya. En realidad, no había podido liberar a todos. Ya estaba sobre aviso: sabía que los falangistas iban tras él, y no tuvo más remedio que ocultarse. Aquel con el que uno suele cruzarse un par de palabras de cortesía cuando se lo encuentra al paso, y a quien el padre de Luisa no pudo ayudar, dio el chivatazo. Un par de soldados confirmaron dicha maniobra a la familia días después. Bernardo González tenía 37 años cuando fue encarcelado. Su mujer, Josefa Recuero, la madre de la Yaya, le había advertido previamente del peligro que suponía quedarse en aquella zona durante la contienda, pero él no estaba por hacerle caso. "Mi madre le dijo: 'Yo no me voy. Si tú quieres, márchate, y yo me quedo aquí con los hijos'. Pero mi padre no quiso dejarnos solos".

"¡Chairo, dile a mamá que me llevan!"

Bernardo amaba España, reivindica la Yaya, pero por su condición ideológica, de la cual "nunca se avergonzó" y a la que "jamás renunció" frente al conflicto que estaba haciendo saltar por los aires a toda la nación, creyó más seguro volver temporalmente a Cuba, donde residió años atrás, al frente de una sastrería de título homónimo; al menos, hasta el fin de la guerra. Varias discusiones dieron pie a preparar todo para viajar a A Coruña, lugar de nacimiento de Luisa. De allí partirían en barco a Cuba. No pudieron llegar ni a Galicia. La entrada en prisión de Bernardo trastocó los planes de la familia, y decidieron que lo mejor era postergar la huida hasta conocer el destino del preso. "Mi padre fue imbécil y mi madre, culpable". Luisa cuenta que fue una vez a visitarle. Recuerda que marchó todo el camino agarrada a la mano de su madre porque aquel lugar daba "un miedo terrible". "Nos contó que unos guardias le habían dicho que era algo normal, que pronto saldría". Todo parecía indicar que en cualquier momento le iban a conceder la libertad y podría volver a casa.

No volvió a casa. A Bernardo lo sacaron de la celda y lo subieron a un camión a primera hora de la mañana. Uno de sus hijos fue testigo del traslado. "Cuando salió de la cárcel de Navalcarnero, mi padre vio a mi hermano Chairo, que estaba en la plaza. Le gritó desde el camión: '¡Chairo, dile a mamá que me llevan, pero que le escribiré!'". Chairo corrió en busca de Josefa para darle el mensaje. Ella dedicó la jornada entera a conocer el paradero de Bernardo. La Yaya la acompañó buena parte del día: "Nunca había visto a mi madre tan nerviosa". Las diferentes versiones que le ofrecieron los gendarmes de la zona obligaron a Josefa a recorrer el pueblo durante horas en su busca. "Ellos se encogían de hombros y decían que no sabían. Fuimos a dos o tres sitios más, y le dijeron lo mismo". Días después, un vecino "íntimo de la familia" que había estado encarcelado en Talavera de la Reina dio a Josefa la fatal noticia: se habían llevado a Bernardo y a los otros para ejecutarles. "Le dijo que un preso se había quedado con el reloj y el abrigo de mi padre, que lo sacaron a las tres de la madrugada de la cárcel de Talavera. Allí lo mataron".

Ese día, Josefa llegó tarde a casa. "Vino a las 12 de la noche llorando, dando gritos. Y todos, con lo pequeños que éramos, la rodeamos. También estábamos llorando y dando gritos". La Yaya se emociona al recordar la escena. Aquello habría conmocionado a Josefa, que quedó como responsable única de cinco hijos a los que debía mantener y proteger de una guerra que no daba tregua. Empezó a pensar en el norte como única vía de escape. Volvieron al taller de costura en el que trabajaban todos, hasta los más pequeños, para ahorrar algo de dinero antes de poner rumbo a Galicia. Entre jornadas laborales intensivas, la madre de la Yaya se ausentaba en ocasiones en busca de información sobre el lugar exacto donde Bernardo fue fusilado, pero jamás llegó a saber a qué fosa o cuneta lo arrojaron.

Josefa tuvo que regresar a la cárcel de Navalcarnero para recoger las pertenencias de su marido. Luisa la acompañó también en esta ocasión. "Nos mandaron entrar, y yo pasé por donde estaban las celdas. Vi a uno con los pelos tiesos para arriba, blanco. Se lo cargaron allí, en la misma celda. Se lo dije a mi madre. '¡No mires, no mires!', me dijo. Fueron los falangistas, los que estaban metidos allí haciendo guardia". Ese día, Josefa también se enteró de que Bernardo escribió una carta a Franco. "Mi padre se había criado en La Habana, pero era gallego, como él. Pero se conoce que la carta la rompieron y no la echaron".

"Estuvimos en la cueva unos meses. No teníamos reloj"

En la ruta que Josefa había trazado para llegar a Galicia se incluía una visita previa a Talavera para ver si conseguía averiguar algo más, pero ni siquiera lograron ponerse en marcha. Poco después del asesinato de Bernardo estalló la batalla de Brunete, uno de los enfrentamientos más sangrientos de la guerra. Durante una de las ofensivas, una bomba aérea cayó sobre la residencia familiar. Bajo los escombros encontraron el cadáver de uno de los hermanos de Luisa, de cuatro años. "Ya no recuerdo el nombre", matiza. Ella cree que fueron "los rojos". Casi no hubo tiempo para lamentaciones, ni siquiera para enterrar al pequeño. La de la Yaya no fue la única casa destrozada durante el bombardeo. La suya y otras familias tuvieron que recoger con rapidez todas sus pertenencias, o más bien "lo que quedaba de ellas"; solo lo útil y necesario, y salir corriendo de allí. Dejaron atrás Navalcarnero y se instalaron en una cueva a varios kilómetros de distancia donde vivieron durante meses. No sabe el tiempo exacto que estuvieron allí: "No teníamos reloj". Sí recuerda cómo lo vivió. La suerte quiso que la batalla de Brunete tuviera lugar en julio, en pleno verano, y eso evitó que el frío fuera un adversario más. Sí lo fueron la escasez de alimentos y el agotamiento físico y mental que suponía estar constantemente en alerta ante cualquier ataque repentino, preparada para salir a la carrera si la situación lo requería.

Precisamente, muchas noches, revive Luisa, se tendía sobre la piedra e iba quedándose dormida mientras escuchaba, a lo lejos, el ruido de bombas y disparos que difícilmente se detenían. También, a veces, veía a reducidos grupos de civiles atravesar el campo a una velocidad de vértigo. En aquellos tiempos "todo el mundo corría de un lado para otro". Otras veces, dice, no veía nada ni a nadie: "Había mucho silencio, y eso asustaba más porque no sabías qué podía pasar". El frío y las primeras lluvias obligaron a la familia de Luisa y a las otras a desplazarse, pese a que el territorio en disputa no era aún del todo seguro. Pero para ellos, era "morir en la cueva" o buscar una solución al paso. Pusieron rumbo a la capital avanzando por vías secundarias a un ritmo exageradamente lento. En el camino, las familias se separaron, y cuando llegaron a Madrid solo permanecían en el grupo Josefa, la Yaya, sus hermanos y una pareja de Guadarrama muy amiga de la madre.

Consiguieron entrar en una casa de Cuatro Caminos, que más que una casa parecía una "casita de muñecas" de lo pequeña que era, piensa la Yaya. Allí se mantuvieron hasta el fin de la guerra, escondidos: "A veces venía alguien y se quedaba varios días durmiendo en el sofá. Algunos nos contaban cuentos". Pero aquello era temporal: Josefa seguía firme en su intención de dejar Madrid. En 1940, la Yaya acompañó a su madre a Navalcarnero. No encontraron rastro del niño muerto entre las ruinas de un pueblo maldito, ni supieron a quién preguntar sobre las víctimas del bombardeo. A las pocas semanas fue con Josefa a Talavera de la Reina, pero esa vez ni se molestaron en buscar: habían pasado cuatro años del asesinato de Bernardo y ya nadie se acordaba de "dónde habían matado a estos o a aquellos". Luisa y su madre también viajaron un par de veces a Sevilla la Nueva porque tenían allí a varios clientes del taller de costura. Necesitaban algo de dinero para marcharse. "Uno de ellos la saludó y le dijo que vio a su marido". Josefa se escandalizó. “¡Cómo que le has visto, si le mataron!", asegura la Yaya que dijo su madre. Él insistió: dijo que lo había visto y que habló con él.

Las dudas afloraron en Josefa. "Mi madre se preguntaba si se escapó". Luisa no cree que aquella escena tuviera lugar. "Él no nos abandonó a nosotros. Nos habría escrito o habría vuelto después de la guerra". Josefa y la Yaya regresaron a Madrid, y finalmente desecharon la idea de viajar a Galicia. Poco después de sobrevivir a los peores años de la posguerra, la madre logró una nueva vivienda algo más grande. Allí se quedaron hasta principios de los 50. Luisa intentó "dos o tres veces más" dar con el paradero de Bernardo, pero acabó por sacar de su cabeza toda posibilidad de encontrar sus restos, y poco a poco la figura de su padre fue volviéndose un recuerdo enmarcado en un pasado a olvidar.

140.000 víctimas de la Guerra Civil y del franquismo desaparecieron

Luisa me habrá contado al menos cuatro veces esta historia. Lo hace casi con nostalgia, porque pese a todo asegura que no quiere olvidar "todo lo que vivió" junto a su familia. Tiene 92 años y ya ha perdido el "interés" por saber bajo qué tierras está descansando su padre. Sin embargo, le repatea cómo se habla ahora de los muertos de España, cómo son tratados. Como Bernardo, 140.000 víctimas de la Guerra Civil y del franquismo desaparecieron sin dejar rastro alguno, según datos de la Plataforma de Víctimas de Desapariciones Forzadas por el Franquismo. Por ello, no se entiende por qué un país intenta borrar de la memoria innumerables batallas en la que las principales víctimas fueron españoles.

Como si aquellos no hubieran sido patriotas; como si no hubieran sido españoles, solo "unos huesos". Como si este asunto del pasado reciente no fuera con ellos, e impulsaran el olvido ante las nuevas generaciones de todas las vergüenzas que arrojó España. Ella se pregunta, pensando en algunas caras concretas, "qué harían ellos" en una situación similar, y siempre llega a la misma conclusión: en esta Guerra Civil no hubo muertos de unos o de otros. Fueron los muertos de todos. Sus muertos, mis muertos. Tus muertos.

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