ESPAÑOLES EN LA GUERRA Y LA DICTADURA

El franquismo en España (I): vida y muerte de los presos y represaliados de la Guerra Civil y la dictadura

La historia de España durante el franquismo es, principalmente, la de sus presos. Recordamos a qué tipo de torturas y trabajos forzados fueron sometidos cientos de miles de personas solo por pensar diferente.

No, Franco no creó la Seguridad Social. Tampoco introdujo a España en la ONU, ni inventó las vacaciones pagadas. No le debemos la preservación del patrimonio cultural e histórico, legado de milenios. Ni siquiera fue el rey de los pantanos. Todas las falacias que impulsó el régimen durante los años de posguerra y hasta el tardofranquismo, que por desgracia aún perdura en nuestros días, fueron parte del despliegue propagandístico que la dictadura usó como arma para inocular en la población que el 1 de abril de 1939 ganó la 'España buena'. Esto es, la que se preocupaba de verdad por el bienestar de un país en constante declive y que poco más tenía que perder ya.

Precisamente, si la Guerra Civil acabó 'oficialmente' el 1 de abril de 1939, no fue así para Franco. El dictador continuaba obsesionado con lo que él mismo llamaba la tiranía del comunismo, y no mutó su pensamiento ni en sus últimos días de vida. A decir verdad, esta idea le venía de perlas: los republicanos venían de autodestruirse en los últimos meses de la contienda; especialmente, tras las violentas jornadas de mayo del 37, cuando los anarquistas y los comunistas del POUM, partidarios de hacer la revolución durante la guerra, se enfrentaron a los defensores del sistema establecido, a los nacionalistas catalanes, a los estalinistas del PCE y al PSUC, dejando cerca de un millar de muertos en Cataluña.

Franco aprovechó estos roces continuos para crear una intensa campaña que alentaba el odio visceral contra el bando gubernamental; contra todo enemigo de la sublevación y, por tanto, enemigo de España. El mismo 3 de abril de 1939, dos días después del fin de la guerra, el dictador hizo toda una declaración de intenciones al respecto en Radio Nacional: "Españoles, alerta. La paz no es un reposo cómodo y cobarde frente a la Historia. La sangre de los que cayeron por la Patria no consiente el olvido, la esterilidad ni la traición. Españoles, alerta. España sigue en pie de guerra contra todo enemigo del interior o del exterior".

Entre líneas, Franco declaraba el inicio una segunda guerra mucho más discreta y estratégica que la anterior. A la par que promovía el culto a su personalidad sagrada —Caudillo de España por la gracia de Dios—, advertía que toda culpa de las miserias que sufriría el país en los años venideros era de 'los rojos'. Para el dictador, decidido a erradicar el gen rojo de los republicanos y contrarios al régimen, esta es la verdadera batalla, la más importante. Y la venía preparando desde hacía meses: en 1938, entre los durísimos bombardeos de Alcañiz y Granollers —entre otros— y la victoria del fascismo en el Ebro, aprobó los servicios del psiquiatra franquista Antonio Vallejo-Nájera, admirador de la estructura nazi, para crear el Gabinete de Investigaciones Psicológicas, un organismo dedicado a "investigar las raíces psicofísicas del marxismo".

"España sigue en pie de guerra contra todo enemigo del interior o del exterior"

Entre sus trabajos más destacados, el GIP formuló un estudio con intención de proporcionar a los altos estamentos del régimen datos 'científicos' sobre una supuesta relación de la "inferioridad mental" de los enemigos de los sublevados y del franquismo y su marcada identidad como rojos. Esta investigación, según contaba el historiador Eduard Pons, se realizó con los prisioneros de guerra del franquismo "para determinar qué malformación llevaba al marxismo". Entre las conclusiones, se afirmaba que "aspiran al comunismo y a la igualdad de clases a causa de su inferioridad, de la que seguramente tienen conciencia". Por tanto, decía Vallejo-Nájera, "si militan en el marxismo de preferencia psicópatas antisociales, la segregación de estos sujetos desde la infancia podría liberar a la sociedad de plaga tan terrible". Estos estudios, criminales por sus prácticas durante la Guerra Civil y la dictadura, convencieron del todo a Franco para tratar las ideas de la izquierda y del comunismo como una patología. Y con ello, para justificar sus barbaridades contra los represaliados.

Aquí, la definición de Robespierre viene al pelo para explicar los movimientos del dictador: "El terror no es más que la justicia rápida, severa e inflexible". Ojo a cómo utilizó Franco la ley en su propio beneficio desde el primer momento. En septiembre de 1939, hace público este decreto en el BOE: "Se entenderán no delictivos (…) los delitos contra la constitución, contra el orden público, infracción de las leyes de tenencia de armas y explosivos, homicidios, lesiones, daños, amenazas y coacciones (...) ejecutados desde el catorce de abril de mil novecientos treinta y uno hasta el dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis, por personas respecto de las que conste de modo cierto su ideología coincidente con el Movimiento Nacional". Atendiendo a los sucesos posteriores, se puede leer entre líneas que la Ley de 23 de Septiembre dio la libertad no solo a los presos que compartían el ideario falangista; también, a todo aquel que pudiera demostrar de una u otra forma su rechazo a la II República y los sistemas de construcción democrática.

La ley, que no tardó en hacerse efectiva, vació temporalmente las prisiones para volver a llenarlas al poco con los desafectos; a destacar, entre otras, la famosa Ranilla, la antigua prisión provincial de Sevilla, una de las primeras cárceles usadas por el franquismo, o el Caserón de la Goleta, centro penitenciario de Málaga exclusivo para mujeres hacinadas por centenares en cubículos miserables. Aquella situación, en palabras del historiador Víctor Heredia, "provocó condiciones infrahumanas por falta de espacio e higiene, con el resultado de la extensión de enfermedades". En el caso de las prisioneras malagueñas, el pésimo estado en el que eran mantenidas fue mucho más lejos.

Según los informes penitenciaros del Caserón de la Goleta, en al menos un tercio de las sentencias de las mujeres que entraron a dicha prisión no se expresaba un delito concreto más allá de "faltas" contra la moral impuesta del régimen, y en el resto, la condena a un gran número de presas se daba por tener un familiar desaparecido o huido. Dentro, las mujeres sufrían todo tipo de humillaciones: comían cáscaras de fruta o desechos comestibles para ahuyentar el hambre inherente a la escasez y la pobre calidad de alimentos que suministraba la institución; muchas fueron acosadas durante las visitas de gendarmes y oficiales del régimen y emisarios de la iglesia, y otras tantas sufrieron abusos sexuales por parte de estos. A todo ello se sumaban los intentos del franquismo para educarlas como mujeres-objeto, siempre a disposición de los deseos del marido, si lo tuviera, tras una hipotética salida de la cárcel. Más de una vivió el embarazo y se vio obligada a dar a luz en la propia cárcel, y más de una sufrió la muerte de su hijo entre los barrotes de la prisión como consecuencia de la grave situación que vivían.

El Sistema de Redención de Penas

Eran tantas las víctimas de la violenta represión del régimen que, pronto, este vio más efectivo seguir dando vida a la par a los campos de concentración, que ya imponían el trabajo forzoso a los prisioneros de guerra. Pero ¿cómo dar salida a tal masa de reclusos de una forma efectiva y beneficiosa para la dictadura? Franco halló la respuesta en el Sistema de Redención de Penas.

En 1939, el físico y jesuita José Agustín Pérez del Pulgar dedicó los últimos meses de su vida a la creación de una estructura acorde a los deseos de la administración franquista para dar una salida 'útil' a la ingente masa de presos que ya rebosaban las prisiones y campos de concentración establecidos en el país. Así nació el Sistema de Redención de Penas, una estructura que convierte a los represaliados en mano de obra baratísima de la que se sirven los altos estamentos y la Iglesia, que ya había mostrado previamente y en numerosas ocasiones su apoyo a la "guerra santa y justa" del franquismo. El mismo Pérez del Pulgar, en una obra titulada 'La solución que da España al problema de sus presos políticos', argumentaba la necesidad de dicha institución de la siguiente forma:

"Las obras que pueden llevarse a cabo con el trabajo de los presos son indudablemente algo de gran interés para la nación y es muy justo que los presos contribuyan con su trabajo a la reparación de los daños que contribuyeron con su cooperación a la rebelión marxista". Por supuesto, las pretensiones de este proyecto pasaban también por mostrar las bondades del franquismo para con las víctimas del mismo: "El mantenimiento de reclusos supone para la sociedad una carga económica que (...) bastaría para la reconstrucción económica, industrial y agrícola de España". Con este argumentario, Pérez del Pulgar pareció dar a entender que era el propio Franco el que, por caridad cristiana, estaba haciendo un favor a los encarcelados por el bien de España.

Pero ¿cómo era la vida en prisión y las obligaciones de aquellos que siguieron fieles a la república o no pudieron demostrar su rechazo a la misma? Las decenas de miles de hombres y mujeres que no han sido fusilados por el delito atribuido por la administración franquista son repartidos en varios grupos para cubrir la demanda pública (todo departamento dependiente del franquismo) y privada (que promueve la perpetuación del régimen por sus facilidades y beneficios a costa de los presos). Una mayoría de presos —divididos en destacamentos penales, batallones disciplinarios y colonias penitenciarias— fue destinada a labores de "interés nacional": desde la explotación minera a las obras de construcción y reconstrucción de las zonas arrasadas por la guerra, entre otros muchos trabajos forzosos. En estos casos, los presos eran instalados en "barracones transportables o en edificios habilitados como cárcel ocasional". El resto de prisioneros trabajaron a órdenes del sector privado y la Iglesia, que también podían reclamar unidades completas de reclusos para servicios muy concretos, con previa solicitud de las mismas, señalando las condiciones específicas del trabajo.

La gestión política de la dictadura en sus primeros años de vida llevó a España a una larga etapa de estancamiento económico y pobreza que había que solventar de alguna forma, y estos presos se convirtieron en la excusa perfecta. Si el salario medio de un "obrero libre” se movía entre las 10 y las 12 pesetas diarias en aquella época, el jornal que percibía un recluso —cuando no se convertía en mano de obra gratuita por el delito imputado— era de 2 pesetas, de las que 1,5 iban destinadas a su manutención y los 50 céntimos restantes le eran entregados en mano. Este dinero podía ampliarse si el empleado tenía mujer e hijos menores de 15 años en "zona nacional", pero no podía superar sin excepciones el sueldo de un "trabajador libre".

Sobrevivir con dos míseras pesetas, algo más en según qué casos, se antojaba complicado para los prisioneros, y, precisamente, para aquellos que no se resignaban a ese jornal el franquismo encontró una solución 'pacífica': trabajar más a cambio de más dinero. Así, si el preso empleado dedicaba horas extra a una labor concreta —cuando esta fuera de "interés nacional"—, percibía un aumento en su salario. Evidentemente, aquello provocó que una ingente masa de reclusos se sumergieran en jornadas de trabajo infinitas para el sustento propio y de sus familiares, lo que en muchas ocasiones acabó en la muerte prematura del trabajador por el sobreesfuerzo diario. Pero este no fue el único problema con el que se encontraron en su lucha por ser libres o, al menos, seguir viviendo, y aquí entra de lleno el poder de la Iglesia durante la dictadura.

La Iglesia y los presos del franquismo

La España de Franco debía y tenía que ser católica, y en este ideario también entraban los presos. Esto, traducido en el lenguaje de las víctimas del franquismo, significaba que si estos no promulgaban la fe cristiana, no tendrían opciones de ser puestos en libertad. Más allá, serían castigados. Una de las condiciones para acoger a Dios en el alma la impuso el propio Sistema de Redención de Penas, que en su artículo 10 proponía lo siguiente: "Sólo tendrán derecho a percepción de subsidio los reclusos que estén legítimamente casados y los hijos que tengan la calidad de legítimos o de naturales reconocidos"; reconocidos, claro está, por la Iglesia. En la memoria 'La obra de la redención de penas', publicada a comienzos de 1942, se establecieron otras condiciones de "cultivo espiritual" para optar al subsidio económico y a la futura libertad. Así, desde principios de los 40 hasta finales de los 50 tuvieron lugar miles de bodas, bautizos y comuniones dentro y fuera de las cárceles. Algunos fueron convencidos por la propaganda de la Iglesia anunciada a bombo y platillo; otros muchos solo querían ser libres, sin importar el modo.

La unión definitiva del régimen y la Iglesia no solo afectaba a los presos. También a sus familias. Los niños fueron víctimas del adoctrinamiento católico aupado por el franquismo, y viceversa. En colegios y centros educativos se aleccionaba a los menores inoculándoles, como si de un veneno se tratara, la misma propaganda que el régimen se esforzaba por hacer llegar al exterior. Era el "último eslabón de la represión franquista", según describe la historiadora Mirta Núñez en su investigación. Así, muchos de los niños del franquismo crecieron con la idea de que sus progenitores eran los responsables últimos de su estancia en prisión por ser traidores a la patria, al tiempo que eran preparados para consolidar la estructura heteropatriarcal en la que tanto creía -y cree- el fascismo.

Los presos cobraban 2 pesetas al día, pero 1,50 iba destinado a su manutención

Con esas premisas, si los varones fueron moldeados a imagen y semejanza de lo que Franco exigía de ellos, las mujeres también tuvieron una formación 'específica', enfocada a desarrollar una labor de sumisión y trabajo constante para los hombres. Esta adaptación de la moral cristiana aplicada por la Iglesia a través de la administración franquista puede observarse en las múltiples publicaciones de la Sección Femenina de las FET de las JONS: "Cuando tu marido regrese del trabajo, ofrécete a quitarle los zapatos. Minimiza cualquier ruido. Si tienes alguna afición, intenta no aburrirle hablándole de ella. Si debes aplicarte crema facial o rulos para el cabello, espera hasta que esté dormido. Si sugiere la unión, entonces accede humildemente, teniendo en cuenta que su satisfacción es más importante que la tuya".

Para que las mujeres entendieran estas pautas casi como norma de vida, Franco tuvo otra de las que tiempo después se consideraron brillantes ideas del Caudillo: el Patronato de Protección a la Mujer, una institución a través de la cual fueron encerradas entre principios de los 40 y mediados de los 80 miles de adolescentes para vigilar y 'reconducir' su moral femenina. Las jóvenes víctimas, a las que llamaban 'caídas' o 'descarriadas', llegaban a esta suerte de centros penitenciarios a través de denuncias de familiares, allegados o completos desconocidos, y para más inri fueron privadas de su libertad sin un juicio previo. Pero, ¿en base a qué tipo de denuncias eran condenadas en el Patronato? Desde "haberse ido con las comparsas de la Artista de Cine Marisol" hasta "no obedecer a su madre, le gusta mucho la calle y no quiere trabajar", toda razón absurda bastaba para internar a las jóvenes.

Sorprendentemente, esta institución religiosa se mantuvo en pie en la práctica totalidad del régimen, y aguantó hasta mediados de los ochenta, cuando comenzaron a cerrarse los últimos reformatorios por los polémicos tratos que recibían sus residentes en el interior.

En cuanto a la ingente masa de varones reducidos en prisiones o campos de trabajo forzado, a principios de los años 50, el franquismo, que veía tambalear de forma constante la frágil estructura económica del régimen por la manutención de los mismos, decidió conceder numerosos indultos que se fueron incrementando de forma notable con el paso de los años. Por supuesto, aprovecharon también esta 'transformación' penitenciaria como imagen de redención para con las potencias extranjeras: "El trabajo ejecutado con excelente conducta y rendimiento normal es aceptado como acto de sumisión y de reparación que redime un tiempo de pena igual al que se emplea en él, contándose cada día de trabajo por un día de reclusión". Así fue la vida de los presos del franquismo. El resto de españoles que se opusieron a la benevolencia del régimen acabaron fusilados o en el exilio.

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