LAS 'OTRAS' VÍCTIMAS DE LA DICTADURA
Los 'topos' del franquismo: retrato de los españoles que se enterraron en vida para huir de la dictadura
Tras la Guerra Civil, fueron muchas las víctimas que se tuvieron que ocultar en agujeros, pasos subterráneos, estrechos pasillos y otros lugares imposibles durante décadas para escapar del destino fatal que les impuso la dictadura. Esta es la historia de Protasio Montalvo, los hermanos Juan y Manuel Hidalgo y de Manuel Cortés.
Durante 30 años, Higinio vivió a través de los ojos y los oídos de Rosa, su mujer. Se mantuvo escondido en agujeros en el suelo y entre falsas paredes tres décadas para evitar ser capturado y asesinado por los falangistas; siempre a la espera de un perdón, de una amnistía que no llegaba. Así construyó forzosamente su propia cárcel, y así representan Antonio de la Torre y Belén Cuesta la premisa que ofrece 'La trinchera infinita', la película que ahonda en la 'otra' cara de la represión que sufrieron las víctimas del franquismo. La de aquellos que, no siendo presos o esclavos del régimen, ni asesinados, ni refugiados en el extranjero, debieron zafarse de las garras del fascismo ocultándose en todo tipo de sitios: alacenas, cobertizos, graneros o pozos. Durante años, décadas.
Para hacer una fiel fotografía de la persecución que sufrieron los 'topos' republicanos, Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga beben de las historias que en 1977 publicaron el periodista Manuel Leguineche y el escritor Jesús Torbado como resultado de una larga investigación. En 'Los topos' se recogen una veintena de testimonios de quienes, para evitar ser víctimas de la gloriosa cruzada de Franco, optaron por ser muertos en vida encerrándose en espacios tan estrechos que, si bien no tenían rejas, sí acabaron convirtiéndose en prisiones de por vida. Las de Protasio Montalvo, los hermanos Juan y Manuel Hidalgo y Manuel Cortés no fueron las únicas cárceles particulares de la dictadura. Manuel Corral, Pablo Pérez Hidalgo, Angel Blázquez, Antolín Hernández, Manuel Sánchez, Juan Rodríguez, Pedro Gimeno, Ramón Jiménez, Eulogio de Vega, Manuel Piosa, Andrés Ruiz, María Teresa, Juan Jiménez, Saturnino de Lucas, Miguel Villarejo, Pedro Perdomo, Antonio Urbina, Manuel Serrano, Teodomira Gallardo y otras tantas personas también se vieron obligados a 'desaparecer' para no acabar muertos.
Protasio Montalvo Martín (38 años oculto: 1939-1977)
El 20 de julio de 1939, Protasio Montalvo supo que, para salvar su vida, tenía que ocultarse. Lo que no supo hasta 38 años después fue durante cuánto tiempo debía hacerlo. Habían pasado poco más de tres meses del final oficial de la Guerra Civil, pero el escenario político y social de España en aquel momento no era ni mucho menos pacífico; tampoco en un pueblo como Cercedilla, de unos 3.000 habitantes. Allí Protasio, ya militante del PSOE y afiliado a la UGT, se había convertido en tesorero de la Casa del Pueblo y alcalde durante los años de contienda. Con el dinero de los vecinos viajaba regularmente al Levante a por alimentos y otros enseres, porque si la cosa estaba mal en todos lados, en Cercedilla "era peor". La Sierra de Madrid era un escenario complejo para los civiles, asediados por los sublevados y los republicanos. "Caían las bombas como granizo. En mi casa cayó un obús y a mí me tapó, pero no me hizo nada", relató en un testimonio recogido por Leguineche y Torbado.
Acabada la guerra, a Protasio, republicano, le habían aconsejado entregarse bajo la promesa de que su caso, como el de tantos, no iría para largo: "Yo iba con algunos familiares a entregarme en el campo de concentración, que estaba en un campo de fútbol que hoy llaman Bernabéu; los familiares iban a despedirme, pero el campo estaba lleno, ya no cabía nadie". Pasó que una breve trifulca a las puertas del estadio dio pie a su fuga: "Aquello me salvó la vida. Si no escapo entonces, no estoy ahora aquí, porque ya entonces no me fié de nadie". Tras unos meses trabajando de forma clandestina en Madrid, y para evitar las sospechas de vecinos y otros delatores favorables al régimen, volvió a casa atravesando el campo, por la noche, en medio de la oscuridad. A punto de cumplir 40 años, comenzó su reclusión. Los primeros años de confinamiento los pasó en una conejera cercana a la casa. Comía de un cubo y atendía a los movimientos de los conejos para saber cuándo podía acercarse el peligro; si se acercaba, se escondía junto a ellos.
"Veía a los nietos por un agujero; sólo de pequeñitos pude tenerlos"
Su miedo tenía una razón: "Todos los que habían luchado se venían a sus casas, pero según se iban viniendo los iban fusilando en cualquier sitio y, más que nada, eran detenidos y los llevaban a El Escorial". Y a quien no podían acusar de nada le "pegaban una paliza que le escoñaban y lo usaban para trabajos forzados, para hacer las vías del ferrocarril de Burgos o ese monumento que es tan odioso", recordó Protasio, refiriéndose a la construcción del Valle de los Caídos. Tiempo después se trasladó a un sótano de la vivienda. Allí intercambió con su mujer, Josefa, los roles impuestos por el heteropatriarcado inherente a la dictadura: ella pasó a llevar la economía familiar trabajando como limpiadora y él se encargó de las tareas domésticas. Cuidó y protegió a su hija mayor del asma que padecía hasta 1946. Ya había pasado siete años oculto, y no parecía que el carácter represor de la dictadura fuera a cambiar. Sí cambió su forma de afrontar la situación, pues comenzó a pasearse libremente por casa, y solo se ocultaba cuando llegaba una visita. Según Torbado y Leguineche, para entonces a Protasio ya lo había olvidado todo el mundo.
Sus hermanos murieron sin saber nada de él ni de su paradero. Lo mismo sucedió con amigos y otros allegados, quienes habían tenido noticia de que se había fugado al extranjero o estaba muerto. Su mujer y sus hijos guardaron el secreto hasta las últimas consecuencias, y ello incluían las fiestas y reuniones familiares: "Veía a los nietos por un agujero de la puerta; sólo de pequeñitos pude tenerlos en los brazos". Protasio no podía seguir viendo a sus nietos cuando aprendían a hablar por miedo a ser descubierto. Solo una nieta, Isabel, a quien adoraba, supo de su existencia. "Recuerdo muchas conversaciones donde fue peligroso guardar el secreto. Yo nunca dije nada, y si lo dije nadie entendió lo que yo decía como una niña", recordó Isabel años después en el programa 'Dónde estabas entonces'.
Protasio no salió de su eterno escondite ni tras la promulgación de la Ley de Amnistía de 1969 por la que se declaró "la prescripción de todos los delitos cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939". No se atrevía, como tampoco se atrevieron su mujer y sus hijos. Solo lo hizo en unas cuantas ocasiones, durante la primera mitad de los 70, cuando tuvo que trasladarse al hospital por una úlcera y por la paralización parcial de su cuerpo. Tampoco lo hizo cuando murió Franco porque "los mismos que estuvieron entonces en el poder seguían ocupando los principales puestos de la Administración". No fue hasta 1977 cuando puso un pie en la calle como ciudadano libre. Y fue precisamente el 18 de julio, fecha de conmemoración del golpe de Estado franquista. "El día que salió fue un 'boom'. Mi abuelo fue foto de portada, y algo más importante, salió con mi abuela. Esta historia no hubiese sido posible sin una mujer coraje, y esa fue mi abuela", relató Isabel, que aseguró que la España que su abuelo se encontró en el 77 poco se parecía "a lo que él había dejado cuando acabó la guerra". Y el propio Protasio así lo narró: "Lo que más me chocó era la gente, el personal. Ya no tenían la misma costumbre de antes, iban vestidos y con el pelo de otra manera. Por el color de la cara me parecía que estaba en otro planeta. Las mujeres estaban más blanquitas entonces, y ahora es todo lo contrario". El recibimiento a Protasio no fue lo que uno podría esperar para una víctima del franquismo. Las mentiras de los años pasados ya habían calado: algunos no dudaron en señalarle con pintadas en las que se le tachaba de "asesino".
Juan y Manuel, hermanos Hidalgo España (28 años ocultos: 1939-1967)
"Tengo que decirte que mi marido está en casa", le confesó Ana Cisneros, esposa de Manuel, a Ana Gutiérrez, mujer de Juan, la noche del 4 de mayo de 1939. "Pues mi marido también vino", le confesó Ana Gutiérrez, esposa de Manuel, a Ana Cisneros, mujer de Juan, esa misma noche. Ambas, primas, celebraban con euforia solemne que Juan y Manuel Hidalgo España, hermanos, estaban vivos y habían regresado a casa. No era poca cosa: en aquellos meses, tras el anuncio de Franco que ponía fin a tres años de batallas, miles de familias esperaban desesperadas y con ahínco el regreso de aquellos que llamados a luchar. Juan llegó seis días antes que Manuel –no sabe si "porque había salido antes" o porque corrió "más"– a Benaque, un pequeño pueblo de la Axarquía de Málaga donde residían los dos antes de la sublevación franquista. Antes, ambos pasaron todaslas desgracias y penurias propias de una guerra. Y después, porque no pudieron verse ni una sola vez, pese a lo cerca que se habían ocultado el uno del otro, hasta 1967.
A Juan y Manuel les llegó la guerra en febrero de 1937, a uno con 31 años y a otro con 27, cuando Málaga fue invadida por las tropas franquistas. "Nosotros no sabíamos lo que estaba pasando. Nos enteramos más tarde que había que decir 'Arriba España'. No sabíamos nada, no sabíamos quién estaba luchando, ni por qué. Nada", contó Manuel años después, en libertad, a Torbado y Lenguineche. Pero el desconocimiento no salvaba de ataques y crímenes de guerra, y ellos, como otras tantas miles de personas, se vieron obligados a huir por la carretera que llevaba a Almería. Fue una evacuación instantánea: "Nos fuimos vestidos como estábamos, en ese mismo momento". En el camino, Juan y Manuel fueron testigos de la masacre de la desbandá. "Cuando pasamos Vélez tiraban la aviación y los barcos, desde el mar a la sierra, por donde íbamos todos […] No se pueden numerar los que íbamos. Por todas partes, derramados por todo el campo, todo lleno. Aquello era un diluvio de gente […] Cada uno tiraba por su lado, todos desorganizados, nadie lo dirigía. No había más que ir a Almería, que eso eran las órdenes". No había agua, ni comida, ni descanso; sólo disparos, bombas, heridos, muertos y carreras.
Tras numerosos traslados por las provincias españolas para prestar servicio en diferentes batallas, Juan resultó herido en Guadalajara: "Un obús cerca de mí me llevó tres dedos y me dejó todo el brazo lleno de agujeros y de sangre". Los hermanos se separaron poco después: Juan fue trasladado al hospital de Guadalajara, y después a Madrid y a Valencia. Allí le pilló el final de la guerra, y caminó 16 días "sin parar y sin dormir y sin comer" hasta llegar nuevamente a Benaque; Manuel fue destinado a Teruel y acabó en la Sierra de Vinaroz, en Castellón. Allí, fue víctima de la campaña de bombardeos en el Levante, enclave estratégico para alemanes e italianos, que probaron sobre varios pueblos valencianos llenos de civiles el potencial de su armamento militar de cara al inminente estallido de la Segunda Guerra Mundial. Una de las bombas fue a caer donde estaba Manuel: "Unas piedras muy grandes que tenía delante me cayeron encima. La metralla me destrozó toda la cabeza, la oreja, toda la cara; una piedra me partió la clavícula y el brazo se me cayó, me quedó como caído. Yo me quedé muerto, sin hablar, sin saber nada". Manuel, herido, vivió movimientos similares a los de su hermano por toda la geografía valenciana hasta acabar en Cuenca. Allí supo del fin de la guerra: "Busqué ropa de paisano y me marché de allí, como todos hacían. Cada uno por su lado, por donde quería, no había control".
"Me acostumbré a vivir así lo mismo que los animales"
Manuel llegó a Benaque el 4 de mayo. Su hermano Juan ya estaba allí, pero el contexto bélico no había desaparecido: "A todos los que se quedaron allí o se presentaron, los mandaban a su casa con vigilancia. Lo primero era detenerlos y a muchos los mataban". Por esta razón ambos se escondieron al momento de llegar a Málaga, y tampoco pudieron cruzarse la mirada en los siguientes 28 años: "Mientras estuve aquí, nunca vi a mi hermano, ni una vez. Él estaba escondido en su casa, a unos veinte metros. Si teníamos que decirnos algo, mandábamos a las mujeres: 'Mira, pasa esto y lo otro', pero nada más. Yo estuve todo el tiempo en una habitación". Manuel entró junto a su mujer en el comercio del pan: él amasaba en casa y ella horneaba en la calle, y el negocio fue creciendo. Manuel lo tuvo más complicado: una disputa por unas tierras que "un falange" le robó tras marchar él a la guerra y que al término de la misma devolvieron a su esposa, para enfado del anterior propietario, le creó un enemigo "que estaba vigilando toda la noche", pues una casa estaba frente a la otra.
"Ese señor tenía miedo de que, como había hecho tanto mal sin haberle yo hecho mal a él, yo volviera, y entonces tenía que acusarme a la Guardia Civil para que me buscara y a ver si me podían matar”. A Juan, que vivía entre dos paredes, en "un sitio muy estrecho, sólo para estar un momento acurrucado allí", se le complicó más aún la situación con el nacimiento de su hija, en 1942. Las sospechas del vecino franquista, que no tenía duda alguna de que Juan estaba allí, provocaron que los agentes registraran en una infinidad de ocasiones la vivienda, con tremendas palizas a su mujer y a los padres de esta incluidas. "Hasta el año 51 estuve escondido en Benaque. Yo me quedé ciego en el 47, de la impresión de verla a ella después de la paliza, ciego del todo. No veía nada. Como allí no paraban de buscarme y de darle a ella, decidimos marcharnos". Una noche de procesión aprovechó para trasladarse a otra casa, un par de calles más abajo. En total, pasó 11 años en una vivienda y 17 en otra, oculto: "Me acostumbré a vivir así lo mismo que los animales. A un animal lo acostumbra usted a estar encerrado, lo echa después a la calle y se mete para adentro. Porque se acostumbra uno a aquella vida". Manuel y Juan pudieron volver a ser libres por un perdón acordado en 1966 por la administración franquista.
Manuel Cortés Quero (30 años escondido: 1939-1969)
El 11 de abril de 1969, Manuel Cortés descubrió que se le "había olvidado andar"; quizá fueran los zapatos, como repitió después, en numerosas ocasiones, acostumbrado a toda una vida en zapatillas. Tenía 63 años y le fallaba un tanto el físico, no así la cabeza: Manuel volvió a nacer estando al corriente de todo. "Cuando salió era un extraño para la mayor parte de los habitantes del pueblo, pero él los conocía a casi todos. Estaba al tanto de los noviazgos, los matrimonios, los natalicios y de la vida social del pueblo", relataron Jesús Torbado y Manuel Leguineche en 'Los Topos', y con razón: Cortés se había pasado nada menos que tres décadas atrapado en una pequeña habitación de una pequeña casa en Mijas, Málaga. Cuando no leía o dedicaba su atención a la radio, sus quehaceres diarios se limitaban a observar desde la ventana todo lo que acontecía en el pueblo. Entre medias, recibía reprimendas de su mujer, Juliana, que luchaba por advertirle continuamente de los peligros que afrontaba al asomarse más de la cuenta. Él, acostumbrado ya a moverse por casa como un fantasma, había perdido parte del pánico y la inseguridad que suponía ser señalado y perseguido por todo un régimen durante años. Desde 1936 que no se le iba del todo ese miedo. Ahora, en abril del 69, solo quedaban en su expresión pequeñas muestras de indiferencia y aparente normalidad para con su entorno, y una ligera decepción por su PSOE, al que reprochaba su incapacidad para "infraestructurar una organización clandestina de lucha contra el franquismo".
Manuel creía fuertemente en el socialismo; tanto que, después de barbero y organizador clandestino del PSOE y UGT en tiempos prerepublicanos, acabó siendo concejal de Mijas en 1931, con solo 26 años. Algo más tenía, 31, cuando finalmente aceptó ser alcalde. Entonces el pueblo malagueño ya estaba inmerso en la situación de nerviosismo y alarma previa al golpe de Estado de 1936. Con el inicio de la guerra, Manuel debió hacer frente a los episodios de tensión y violencia que brotaban constantemente en el pueblo, donde se había encarcelado a numerosos derechistas por el mero hecho de serlo y se habían expropiado sus tierras para repartir las cosechas de forma colectiva. Poco o nada pudo hacer cuando las tropas franquistas entran en Málaga, a principios de 1937. Manuel, como pasó con el resto del pueblo, y como pasó con los hermanos Hidalgo España, se vio obligado a abandonar su tierra natal a través de la sierra en busca de la carretera que lleva a Almería. Junto a él iban su mujer y su hija, a quienes, previendo en cierta forma cómo iba a evolucionar todo aquel caos, mandó de vuelta a Mijas, ya ocupada por los fascistas: "Juliana, tú nunca has intervenido en la cosa política. No te harán daño". Así, el alcalde de Mijas viajó solo durante seis días, entre hileras de muertos, pobreza y ataques rastreros, hasta llegar a Almería. Desde allí entró a formar parte de la guerra.
"Algunas veces sentía ganas de salir, en una arrancada, pasara lo que pasara"
A Manuel y a otros tantos les llegó la derrota de la República en 1939. En Valencia decidió su regreso a casa, y a Mijas se fue al paso, entre trenes de mercancía, camiones de ganado y un salvoconducto de última hora que le permitió pasar los controles franquistas hasta llegar a Málaga. Allí supo de verdad que las cosas no pintaban bien para un alcalde republicano y socialista, y en la noche del 17 de abril, ya en el pueblo, prefirió dar un rodeo hasta llegar a una posada que regentaban los padres de Juliana. Tras un intenso reencuentro familiar en el que se rechazó su entrega, fue a esconderse. El lugar: un armario tapiado en una habitación, junto a la barbería donde trabajó, que daba a la calle. "Fue el mejor de todos los escondites que tuve, el más seguro, pero también el más incómodo. Mi mujer y mi prima practicaron un agujero en el muro de la alacena y lo cubrieron con un cuadro grande de San José. Todo lo que yo tenía que hacer era descolgar el cuadro para entrar o moverlo desde dentro para salir", contó a Torbado y Leguineche. Allí se ocultó durante más de dos años. Por el día, el hombre más buscado de Mijas se entretenía escuchando las conversaciones en la barbería, y fumando; por la noche, aprovechaba la oscuridad y el silencio propio de un pueblo para estirar las piernas, y para fumar. Aquel vicio pudo ser su perdición: "Que van a ver el humo, Manolo, que algún día van a ver el humo...", le decía su mujer, pero ni caso.
A los dos años de confinamiento se arriesgaron a trasladar a Manuel a un desván más cómodo. Para ello, alquilaron una casa próxima a la alacena donde residía agazapado el alcalde. En una noche lluviosa, de difícil visibilidad, Manuel se vistió con las prendas de la madre de Juliana: "Ensayé antes cuáles serían los andares de una vieja". Y recorrió al ritmo de una anciana de 36 años los 300 metros que separaban ambos escondites. Éxito: los falangistas jamás supieron nada. Ni en todas las veces que tendieron trampas a su mujer para que revelara su paradero; ni cuando unos terribles dolores casi acaban con él, dolores que su hija hizo suyos a fin de que el médico, al visitarla, le recetara unos calmantes; ni cuando se produjo un incendio que tuvieron a bien apagar los vecinos antes de que el fuego alcanzara su escondite. Nada pudo hacer salir a Manuel de allí, aunque el alcalde no estaba bien: "Había días que me reconcomía la desesperación. Algunas veces sentía ganas de salir, en una arrancada, pasara lo que pasara". Pero no lo hizo, tampoco en la boda de su hija, María, ni en la muerte de su nieta por leucemia. A punto estuvo antes, en el año 50, cuando trazó con un primo suyo un plan de huida para salir de España, y que fracasó tras la muerte de este.
Cuando el desánimo y la frustración no podían con él, Manuel trabajaba con esparto y materiales de construcción que después vendía Juliana. Así lograron ahorrar lo suficiente para comprar una casa de dos plantas en la misma calle que mejoró –si se puede hablar en estos términos– la vida de Manuel un poco más: ahora podía moverse con algo de libertad por el piso superior. Y allí se mantuvo hasta la noche del 28 de marzo de 1969. Manuel, con el oído pegado a la radio, escuchó a Fraga, por entonces ministro de Información y Turismo del franquismo, anunciar un decreto por el que se otorgaba el perdón para los delitos cometidos en la Guerra Civil: "Se me formó un nudo en la garganta cuando el ministro leyó algo que, por la emoción del momento, no pude comprender cabalmente". Aunque la prensa se hizo eco de la noticia horas después, Manuel no se atrevió a poner un pie fuera de la casa hasta ver publicada la orden en el BOE. "Es usted libre", informó a Manuel el teniente coronel a su llegada al cuartel de la Guardia Civil en Málaga. Después de 30 años de cautiverio, aquellas tres palabras arreglaron el asunto. Años después, Manuel, aún creyente de los valores socialistas, contribuyó al éxito de su partido en Mijas en las elecciones de 1977. Aún entonces quedaban 'topos' por salir de su agujero.