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UN CUERPO CUESTA UNOS 4.500 EUROS
“Hay nervios. Es tu primera vez. Todo el mundo está callado, frío e inquieto. Sabes que vas a vivir una experiencia que recordarás el resto de tu carrera pero lo que no sabes es que lo que te acompañará para siempre es ese maldito olor penetrante a química. El cuerpo está duro, muy seco y amojamado, la piel es de color caoba por el efecto del formol. Se parece más a una momia, a un muñeco artificial que a una persona que deja atrás una vida. Tener por primera vez un cadáver a menos de medio metro de distancia es una experiencia asombrosa, impactante y fuerte. Pero en poco tiempo olvidas los prejuicios, el pasado y empiezas a tratar al cadáver como a un libro, un atlas que contiene todas las respuestas y hay que descifrar. La primera vez te fijas en la cara, en el gesto humano congelado y hasta algunos les ponen nombre. Con el tiempo buscas otras variables más impersonales y académicas. Te olvidas, te abstraes y empiezas a diseccionar...”
Así describen los alumnos de Anatomía su primer encuentro con un cadáver en la facultad de Medicina. Una experiencia inolvidable llena de anécdotas, miedos y de respeto. Una lección magistral e imprescindible en la formación del estudiante. Muchos no pasan la prueba y abandonan (los menos). El resto se vacuna contra los escrúpulos para sumergirse, probablemente, en la clase práctica más importante de toda su formación.
En los primeros años del cristianismo había un total desprecio científico al cuerpo, la pedagogía estaba más centrada en lograr pesar el alma o preservar el billete a la resurrección que en entender el funcionamiento de la cáscara, por lo que en las escuelas de medicina tenían vetadas las disecciones.
En la Edad Media las clases anatómicas eran ceremonias prosaicas. Un practicante abría un cadáver armoniosamente mientras el mostrador leía y cantaba los teóricos de Galeno y de la Roma Clásica, la Biblia anatómica de entonces. Hasta el siglo XVIII las clases de anatomía eran como autos sacramentales, lecciones públicas al aire libre y en invierno, para mitigar los hedores, donde actuaba el Galeno frente a sus alumnos, vestidos como para ceremonia dominical. Fue la revolución anatómica.
Fue Carlos III el que incorporó el arte italiano a la lección magistral. Pintores, escultores y artistas consagrados dibujaban y creaban obras de arte para ilustrar anatómicamente a los aprendices sin necesidad de mortificarles con cuerpos putrefactos. En 1510 un tal Leonardo da Vinci pasó un verano completo diseccionando cadáveres para dibujar un compendio gráfico anatómico que aún se utiliza. Manuales de óleo, mármol y cera hoy decoran las antesalas de muchas aulas de anatomía de grandes Universidades. La clase era un museo.
Como la parturienta de la Complutense, una mujer que murió atropellada por un carro a principios del XVIII y que fue inmortalizada en cera para construir su paradoja. Nadie reclamó su cuerpo, pero hoy nadie deja de mirarlo. La pose, migelangeliana, es bellísima. Una especie de piedad recostada en una silla con el fruto de su vientre expuesto a la curiosidad infinita de los estudiantes.
A mediados de siglo XIX y antes de popularizarse la anestesia, los primeros cirujanos tenían que ser grandes expertos en anatomía para evitar dilaciones en sus intervenciones. Su único recurso de aprendizaje era la disección constante de cadáveres. La demanda supuso el florecimientoo de un mercado negro de cuerpos anónimos. Apareció la figura del ‘resucitador’, un hombre que robaba o profanaba tumbas para vender los cadáveres a los galenos. Tanto es así que en el Londres de esta época se popularizó entre la burguesía los ataúdes de hierro y candado para evitar tan tremendo expolio.
Hoy todo está estandarizado y normalizado, con alguna excepción. Hay cuerpos momificados (a -4ºc pueden durar unos ocho años) para las típicas clases de anatomía y cuerpos frescos para cursos especializados de cirugía plástica, por ejemplo. Cuerpos que hay que traer ultracongelados de Estados Unidos al precio de 4.500€ la unidad porque aquí no hay instalaciones para su conservación, a pesar de que España sea el cuarto donante de cadáveres del mundo.
El aumento de donaciones ha sido clave en los últimos años. Todavía hay quien discute si la crisis es factor responsable o simplemente hay un cambio de mentalidad. Si somos el primer país donante de órganos del mundo es lógico que seamos de los primeros en aceptar que nuestra carne muerta no sirve para nada fuera de la mesa de acero inoxidable. Pero también hay que tener en cuenta que el cadáver donado se ahorra un entierro y es una opción cada vez más práctica para los familiares agobiados por las deudas.
Existe la falsa creencia de que hoy la mayoría de los cuerpos son de mendigos, Muertos anónimos que se rescatan al servicio de la medicina. Rotundamente no. Cada cadáver está clasificado y debe contar con los permisos pertinentes. En muchas universidades no vale la autorización de una familia desconsolada y sin un duro: solo el dueño del cuerpo puede donar en vida a la ciencia los restos biológicos que deje al morir… y no siempre. Hay reglas de obligado cumplimiento. No a los cadáveres fruto de muertes violentas. No a los cuerpos con signos de haber padecido algún tipo de enfermedad infectocontagiosa, o sean extremadamente obesos o delgados. No a los restos cuyos órganos se hayan donado para trasplante, salvo las córneas. Si cumple todos los requisitos la institución se hará cargo del transporte, la preparación y embalsamamiento del cuerpo y la futura incineración. Un gasto que oscila entre 2.500 y 3.000 euros.
Pero las lagunas en la formación vienen impuestas por la evolución del programa académico. La biología, la bioquímica, la falta de tiempo y los peligros de las piscinas de formol han comido terreno a la anatomía. Miles de futuros médicos salen de las aulas españolas sin haber diseccionado un solo cadáver, sin haber practicado un solo “anatome” (corte en griego).
Las nuevas herramientas de diagnóstico, lo último en impresión 3D, los escáneres, las láminas, los modelos de plástico... han desplazado a la carga emocional, ética y vivencial que supone enfrentarse a la muerte real como parte del proceso de aprendizaje.