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LIMPIO, PERO SIN PASARSE
Entre todos los hábitos de higiene, la ducha puede parecer uno de los más simples. Basta con permanecer bajo el agua durante el tiempo suficiente y enjabonarse a fondo, sin olvidar ningún rincón, para salir limpio y casi, casi reluciente. La temperatura y el tipo de gel o champú son cuestiones secundarias que dependen de lo gustos de cada uno. Porque lo importante es solo el resultado. ¿O quizá no?
Lo cierto es que algunos aspectos de este ritual de aseo no solo determinan lo impoluto que dejaremos nuestro cuerpo o el grado de relajación que sentiremos después, sino que también afectan profundamente a la salud de nuestra piel. Del empeño que pones en frotar a lo caliente que está el agua, son numerosos los factores que debemos tener en cuenta si queremos evitar agresiones a las delicadas células de la epidermis.
Calentita no es lo mismo que ardiendo
¿Eres de los que salen del baño entre vapores al más puro estilo ‘Lluvia de estrellas’? Por desgracia, esas duchas de agua hirviendo que tan bien parecen sentarnos en las noches invernales no son precisamente agradables para la piel. Más allá de sus posibles beneficios psicológicos —tienen efectos relajantes—, las altas temperaturas pueden causar estragos en las células y los lípidos que constituyen esta fina barrera protectora del cuerpo.
Los daños pueden producirse tanto cuando nos pasamos de giro con la llave del agua caliente como cuando lo hacemos con la del agua fría: el verdadero problema son las temperaturas extremas, que pueden causar reacciones como irritación o inflamación en la epidermis. Lo más conveniente es, por tanto, no incurrir en excesos y no permanecer más de 10 o 15 minutos bajo el chorro.
La OMS recomienda no superar los cinco minutos por motivos de eficiencia y, en caso de tener la piel seca, la Academia Española de Dermatología y Venereología aconseja “duchas cortas con agua tibia”. No en vano, como aseguran desde esta institución, la piel pierde 25% de su hidratación natural durante la ducha.
Un factor al que seguro has dado vueltas —probablemente en alguna reunión de amigos o cena familiar— es la frecuencia con la que debemos asear nuestro cuerpo. Sin entrar en detalles como el tipo de piel y aunque la opinión de los expertos varía, suele ser suficiente con ducharse un par de veces a la semana, pero dependerá de nuestros hábitos: no hay problema en hacerlo una vez al día en caso de practicar deporte habitualmente.
Di adiós a las fiestas de la espuma
Lo que sí conviene vigilar y restringir es el uso del jabón. Si no has sudado masivamente, no es necesario que cubras de espuma todo el cuerpo; según los expertos, basta con centrarte en axilas, partes pudendas y pliegues donde puede acumularse la suciedad.
Tanto los champús como los geles de baño contienen habitualmente sustancias que eliminan los aceites naturales del cabello y de la piel, afectan a los microbios beneficiosos que habitan en su superficie y pueden provocar reacciones alérgicas. Por eso, en muchos casos, es más aconsejable utilizar las tradicionales pastillas de jabón, ya que suelen presentar menor cantidad de estos compuestos y, según se ha demostrado, eliminan patógenos y previenen infecciones con la misma eficacia que muchos productos bactericidas.
Las esponjas tampoco son la panacea precisamente; lo cierto es que las manos cumplen la función de extender el gel o jabón con la misma eficiencia y, de nuevo, pueden causar irritación en pieles especialmente sensibles.
Sin embargo, la parte más importante del ritual viene después de la ducha: es entonces cuando debes prevenir que la superficie exterior de la epidermis se seque. Para ello, lo ideal es que te cubras con la toalla para conservar cierto grado de humedad bajo el tejido y luego apliques alguna crema o producto humectante para asegurar la hidratación.
No olvides que la piel es la primera barrera del cuerpo protectora contra las agresiones externas, con solo cumplir con algunas de las anteriores pautas estarás reforzando el vigor de esta importante muralla defensora del organismo.