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SOMOS EMINENTEMENTE SOCIALES INCLUSO DESDE ANTES DE APRENDER A HABLAR
A través de la educación, modulamos el comportamiento de los más jóvenes de nuestra especie para que encajen con los hábitos que se consideran ‘normales’ en sociedad. Sin embargo, durante ese aprendizaje, los niños revelan de forma espontánea e incontrolada algunas actuaciones que dicen mucho precisamente sobre cómo y porqué somos sociales.
Los seres humanos somos eminentemente sociales: la mayor parte de nuestro significado, de hecho, está en los demás, en lo que hacemos con ellos o en cómo nos comportamos con ellos. Somos sociales a pequeña escala, juntándonos por grupos de interés, pero también a gran escala, coexistiendo en ciudades inmensas y heterodoxas donde la estabilidad política, la calidad de vida y la capacidad de ganar dinero sirven de ‘pegamento’ entre individuos.
Esa sociabilidad, que no es exclusiva humana, sí adquiere en nosotros un componente especial y definitorio. Otros animales también se regulan como nosotros, según su comportamiento con los demás, y también se exponen a duros castigos en caso de actuar de forma inadecuada. La diferencia en nuestro caso es articular todo eso de forma fija, establecer mecanismos para esas relaciones y, claro está, nuestra capacidad de comunicarnos.
Alteración de la realidad
Pero esa comunicación no siempre es veraz. Los humanos alteramos la realidad que comunicamos. También lo hacen otros animales, pero no de la misma forma: nosotros somos conscientes y lo hacemos obedeciendo a una estrategia y a una intención, de forma premeditada y electiva. Así, los humanos podemos mentir, pero también podemos actuar de una forma no lineal con lo que sucede, usando por ejemplo ironías y sarcasmos, fórmulas comunicativas que no están al alcance de otras especies conocidas.
¿Y qué pasa cuando alguien es sarcástico o irónico con un niño? Que éste, que aún no ha aprendido todas las reglas de sociabilización, actúa como lo haría un animal: no lo entiende. En ese aspecto niños y animales confían en que la comunicación es real y verídica, es decir, que lo que perciben va en línea con lo que entienden porque no hay ningún mensaje más allá de lo evidente. Sin embargo no todos los niños son iguales: aquellos que tienen mayor capacidad empática, es decir, aquellos con mayor capacitación para ponerse en el lugar del otro, para actuar de una forma social, tendrá más armas para detectar y enteder una alteración de este tipo, según un estudio publicado en Frontiers of Psychology.
Antropomorfización emocional
Con el tiempo los niños, nosotros, aprendemos a entender que hay mensajes ocultos bajo los mensajes. Que hay contextos, referencias y condicionantes que pueden alterar el significado de lo que aparentemente se nos quiere transmitir. Sin embargo parece que en algún rincón de nuestro ser quedan esquirlas de aquel pensamiento infantil incapaz de disociar realidades y mensajes alterados ¿Recuerdas el amor que tenías a tus ositos de peluche? Pues algo así.
Porque dime, ¿qué es -psicológicamente hablabdo- un osito de peluche? Un mecanismo de defensa, un elemento inanimado al que se atribuyen capacidades irreales, como la vida, el raciocinio, el habla y la inteligencia emocional ¿Crees que esto ya no existe en ti? Error: los adultos tendemos a la antropomorfización de elementos , según un estudio de Psychological Science en el que se recogen conclusiones como que haremos más caso a señales con cualidades humanas. Traducido, que si pones en un anuncio una botella de leche con cara simpática, sonriente y sana, causará mejor y mayor efecto en el comprador que una botella de leche real y estática.
Trauma ante la pérdida
Siguiendo en el terreno de las emociones, una de las más tristes que existen es la de perder a alguien querido. En este caso esto tampoco es a priori algo exclusivo de los humanos -basta recordar los recurrentes casos de perros que siguen en la tumba de sus dueños, o pájaros que mueren de soledad al poco de perder a su pareja-.
De hecho, este sí es un fuerte vínculo de los humanos con sus compañeros de planeta. Otro ejemplo, más relacionado con el tema de fondo del aprendizaje social, es el de otro estudio publicado en National Geographic que recoge que los bebés elefantes se comportan como niños humanos ante la pérdida de alguien cercano: tristeza e irascibilidad que pueden degenerar en un desorden por estrés postraumático.
El problema real no es el hecho en sí sino las consecuencias: ¿qué pasa cuando un bebé elefante pierde a sus padres? Que pierde su conexión con el entorno social, que no recibirá esa educación que le iban a transmitir sobre cómo relacionarse con los demás y que, probablemente, le acarree serias dificultades de relación con los demás el día de mañana.
Ahora extrapola esta realidad a los humanos.
Expectativa común
Vale, podríamos resumir lo anterior en que sí, somos sociales, porque vivimos en grupos e interactuamos mejor con otros -o con objetos con cualidades humanas- que con elementos inanimados. Y que todo ello es parte de un aprendizaje, es decir que no es instintivo, y que la falta de los progenitores puede condicionar el desarrollo último del pequeño de la familia.
Pero si fallan los progenitores en esta enseñanza, al menos está el entorno no familiar, que es igualmente capaz de enseñar cosas acerca de cómo comportarse socialmente. Las referencias y modelos llegan, sin embargo, mucho antes. Según una investigación en PNAS, los niños aprenden antes a observar el comportamiento de los demás que a hablar. Y… ¿qué piensan a raíz de esa observación? esperan aprobación y confían en que su grupo y él mismo actuarán de forma muy parecida.
¿Y para qué sirven comportamientos como este último? Entre otras cosas, para perpetuar aún más los esquemas sociales que nos rigen: si eres bueno, premio, y si eres malo tus iguales te ignorarán.
Y bien es verdad que no hay castigo tan duro como el negar el sustento social a un humano. Que por algo somos sociales.