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LOS NIÑOS NO COMEN IGUAL QUE LOS ADULTOS
No siempre es lo mismo tener hambre que apetito. Mientras que lo primero puede entenderse como una mera necesidad fisiológica, el segundo caso se refiere a unas “ganas de comer” (según la RAE) que pueden venir provocadas por estados de ansiedad o aburrimiento. Al final, el cerebro tiene la última palabra: tan pronto ignoramos los rugidos de nuestro estómago como nos pasamos de su capacidad con un atracón a pesar de estar saciados.
De variables biológicas y psicológicas a estímulos externos como olores o imágenes, son numerosos los factores que influyen en ese deseo de comer y hacen que fluctúe a lo largo de nuestra vida. Junto con las modificaciones en la dieta, todas estas variaciones influyen en los cambios de los hábitos alimentarios que se producen a diferentes edades y que tienen consecuencias para nuestra salud.
La infancia: control automático
Cuando son muy pequeños, los niños regulan su apetito de forma natural, por lo que a una comida copiosa suele seguirle otra más pobre. “Si cambias la densidad energética del contenido de la fórmula para un bebé, este adaptará su ingesta en consecuencia. Si le das un snack a un preescolar, ajustará sus comidas para no sentir hambre ni estar demasiado lleno. Conocen las señales de su cuerpo”, explica la investigadora Shayla Holub, de la Universidad de Texas en Dallas.
Sin embargo, es también en la etapa preescolar cuando los niños empiezan a verse influidos por su entorno, tanto en casa como en el colegio. Que les obliguen a terminar todo el contenido de un plato o les prohíban ciertos alimentos puede hacer que acaben comiendo más de la cuenta.
Holub señala en un reciente estudio que los padres pueden introducir patrones emocionales en la alimentación infantil: “¿Tu hijo está triste? Le das un caramelo. ¿Está aburrido? Le das algo de comer”. Aunque estos pueden modificarse más adelante, los hábitos que los niños adoptan a edades tempranas tienen gran importancia en su capacidad para autorregularse en etapas posteriores.
Adolescencia: una bomba química en acción
Durante la pubertad, el apetito aumenta debido a las mayores necesidades nutricionales de un cuerpo en pleno cambio inundado de hormonas. Pero, además de unos elevados requerimientos de energía, existen otros factores socioculturales que pueden afectar a los patrones alimentarios de los jóvenes.
Entre otras cosas, la búsqueda de aceptación, el ejercicio físico, el tiempo que pasan en clase y la preocupación por la propia imagen contribuyen a que adquieran comportamientos erráticos y poco saludables en torno a la comida. Cuidar su alimentación no solo es indispensable para que obtengan los nutrientes que necesitan y mantengan su cuerpo en buen estado, sino que puede repercutir en su estado de salud y el estilo de vida que tendrán en la edad adulta.
Edad adulta: sedentarismo y estrés
En los adultos más jóvenes, los cambios asociados a la universidad, la vida en pareja —la dieta se convierte en algo compartido, ya sea saludable o no—o a la paternidad pueden afectar a los hábitos alimentarios. Además de aumentar la tendencia al sedentarismo, pueden introducirse sustancias nocivas como el tabaco o el alcohol.
Por otro lado, entran en juego factores psicológicos como la ansiedad o el estrés, que, según se ha demostrado, producen cambios en el apetito y los patrones de alimentación en un 80 % de las personas. Estos pueden traducirse tanto en una ingesta deficiente como en un deseo exagerado por la comida, utilizándola como una especie de calmante. Una vez acumulados, los posibles kilos serán más difíciles de perder, pues el cuerpo se encarga de pedir alimentos si bajan las reservas.
De nuevo, cuidar la dieta, junto con otros hábitos de vida saludables, servirán para mantener una buena salud y evitar problemas que puedan acrecentarse con los años, como unos elevados niveles de colesterol o una presión arterial demasiado alta.
A partir de los 50, además, comienza a producirse una pérdida gradual de la masa muscular —de entre el 0,5 y el 1 % al año— que continuará hasta la vejez. Factores como el ejercicio físico y una ingesta adecuada de proteínas pueden ayudar a paliar este proceso.
Senescencia: una disminución del apetito
La vejez trae consigo, en general, una reducción del apetito y falta de hambre, lo que puede provocar pérdida de peso y aumento de la fragilidad del cuerpo. Asimismo, las enfermedades, los problemas para masticar o tragar y unos sentidos del olfato y del gusto disminuidos pueden influir en el deseo de comer de los ancianos y el placer que los alimentos les producen.
Como en etapas anteriores, los hábitos alimentarios y de ejercicio físico de las personas mayores son determinantes para su salud y la evolución de posibles enfermedades y de la degeneración natural del cuerpo. Sin embargo, no hay que esperar tanto: la dieta y el estilo de vida afectan a nuestro organismo desde la infancia.