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ENFRENTADOS A SUS COETÁNEOS
Las novedades siempre levantan pasiones y odios sin medida. Da igual lo beneficiosa que sea la novedad, ni las vidas que pueda llegar a salvar: la historia de la medicina nos enseña que hasta las ideas que hoy nos parecen elementales fueron tremendamente polémicas. Afortunamente.
Nuestra relación con los gérmenes ha sido complicada. Nos estaban matando poco a poco, delante de nuestros propios ojos y nosotros, que vivíamos aún en la edad de la inocencia, acusábamos de nuestros males a humores, maleficios o desequilibrios del chi.
Cuando hablamos sobre el momento en que nos dimos cuenta de que algo no encajaba en nuestras teorías tradicionales, solemos hablar de Ignac Semmelweis, un jovencísimo estudiante de medicina que en la década de los '40 del siglo XIX trabajaba en un hospital de Viena.
Seguro que os suena la historia: en aquellos años, un tercio de todas las madres morían después de dar a luz por la 'sepsis puerperal'. Bueno, todas no. La enfermedad era realmente clasista: sobre todo, eran las mujeres de clase baja, que tenían a sus hijos en los hospitales, las que morían de la noche a la mañana. Las mujeres de alta posición, las que daban a luz en casa, casi nunca morían (al menos, por la sepsis en cuestión).
La cuestión sigue intrigando 180 años después, así que imaginad a Semmelweis. Encontrar la respuesta no fue fácil: le costó dar con ella 17 años y otros 5 más en encontrar un editor dispuesto a publicarla. Según explicó, las infecciones puerperales estaban causadas por los propios médicos, que pasaban de las salas de disección a los paritorios sin ni siquiera lavarse las manos.
Semmelweis el precursor, Lister el difusor
Hoy consideramos a Semmelweis un genio, pero entonces muchos de sus compañeros creían que, en fin, estaba como una regadera. Algo así pasó también con Joseph Lister, que en estos días celebraría el 150 aniversario de su primer artículo sobre la cirugía antiséptica en 'The Lancet'.
Lister comenzó a usar fenol (ácido carbólico) como germicida y método antiséptico. Lo usó a lo grande: se lavó las manos, esterilizó los instrumentos, los apósitos e incluso las paredes. Y el resultado fue brutal: las muertes se redujeron de forma significativa.
El problema (si pasamos por alto que es un producto muy abrasivo e irritante) es que no estaba claro que fenol y supervivencia tuvieran algo que ver. Si nos atenemos al conocimiento quirúrgico de ese momento, la teoría de Lister era bastante exótica. Hacía falta un buen vendedor para colocar ese producto, y vaya que si lo fue: Lister dio centenares de charlas y conferencias, preparó docenas de estadísticas y, sobre todo, realizó muchísimas pruebas en vivo y en directo.
Eso fue lo que más contribuyó a la difusión de la antisepsia. Lo poco que se difundió, quiero decir. Aquí entre nosotros, por muy exitoso que fuera, hacía falta algo más que un método excepcional: como decía Max Planck, la ciencia avanza funeral a funeral. La fama de Lister le valió dar nombre a Listerine, el antiséptico bucal que salió al mercado en 1879, pero no consiguió que sus prácticas estuvieran generalizadas hasta principios del siglo XX.
Casi parece que la ciencia sea la condición de posibilidad del conocimiento empírico y, a la vez, su principal traba institucional. Por ejemplo, con los médicos que se enfrentaron a Lister y a Semmelweis, médicos que tomaron las decisiones correctas según lo que sabían... pero que se equivocaron.
Hacer ciencia, confiar en ella, no deja de ser adherirse a una ontología efímera, a un mundo que cambia bajo que nuestros pies, a la confiabilidad más frágil y más robusta que tenemos. Pero, sobre todo, a aceptar el mundo en el que creemos será el algún momento tan viejo como aquel en el que la antisepsia era algo tremendamente polémico.