Astronomía, divulgación, descubrimientos, ecología, innovación...
LAS UVAS DE LA IRA (ATÓMICA)
En 1985, Christie's, la famosa casa de subastas londinense, anunció que había encontrado una botella de vino de Lafite, una de las bodegas más importantes de Francia, datada en 1787. Pero ahí no quedaba el descubrimiento: por si eso era poco, las botellas tenían dos letras escritas en la etiqueta: una 'Th' y una 'J'.
Lafite, 1787, "Th.J": Eran muchas casualidades. Todo parecía indicar, y así lo anunció Christie's, que lo que habían encontrado era una botella de vino que había pertenecido al mismísimo Thomas Jefferson. La compró la familia Forbes, los editores de la famosa revista, por 157.000 dólares. Era la botella más cara que jamás se había subastado.
Y, atentos, no era la única: en los meses siguientes meses aparecieron otras joyas vinícolas de la bodega personal del presidente Jefferson. Se desconoce el número exacto que se llegaron a mover entre bambalinas porque, en realidad, sólo nos interesan cuatro de ellas. Las compraron los hermanos Koch, otros magnates norteamericanos -los patrocinadores del Tea Party-, a mitad de los años '80 por medio millón de dólares.
Para la siguiente escena debemos avanzar 20 años.
El vino de Jefferson
En 2005, un Museo de Boston convenció a los hermanos Koch para montar una exposición basada en su colección privada. Mientras preparaban el material y documentaban todo, los expertos del Museo se pusieron en contacto con la Fundación Thomas Jefferson para recabar más detalles de la relación de Jefferson y el vino.
Allí les confirmaron que, efectivamente, Thomas Jefferson era un apasionado del vino. No sólo eso, también les confirmaron que había comprado vino en Francia y que lo había llevado a EEUU donde repartió muchas botellas para mucha otra gente (entre ellos, al mismísimo George Washington). No obstante, en la Fundación "eran muy escépticos sobre la conexión que pudiera existir entre ese vino y Thomas Jefferson".
¿Por qué? Porque el bueno de Jefferson llevaba una minuciosa relación de todo lo que ocurría en su vida, y también de las botellas de vino que poseía (o había encargado). Y "no hay ni la más remota anotación en los más de 60.000 documentos de la fundación que insinúen que Jefferson pidió esos vinos", concluyeron desde la Fundación.
Aquello sí que era un escándalo. Con el orgullo herido, los Koch pusieron a algunos investigadores detrás del asunto, que rastrearon el caso y llegaron hasta Hardy Rodenstock. Todo parecía señalarlo a él como el origen del fraude, pero faltaba lo más importante: demostrar que, efectivamente, era un fraude. Y, claro... ¿cómo podían saber si el vino era o no era de 1787?
La bomba atómica
La respuesta la tenía Philippe Hubert, un físico francés que, ante la ola de falsificaciones de vino que había comenzado a producirse, venía usando los niveles de cesio 137 para datar el vino.
¿Por qué? Porque al contrario de la inmensa mayoría de partículas del mundo, el cesio 137 no existía en el mundo hasta que explotó la primera bomba atómica el 6 de agosto de 1945. Esa bomba y todas las que les siguieron llenaron el mundo de este isótopo radioactivo.
Es decir, si una botella tenía ese isótopo las uvas que produjeron el vino debían de haber crecido después de 1945 (cuando las lluvias hubieran tenido tiempo de asentar los isótopos expulsados a la atmósfera en la tierra). Una sencilla prueba de rayos gamma podía desentrañar fraudes que sumaban millones de dólares.
Y así fue: las botellas de Jefferson eran poco más que una patraña, como lo fueron las botellas con las que Rudy Kurniawan hizo una fortuna. El fraude había sido grande, enorme y una antesala de los que vendrían. Son cosas que pasan cuando nos fiamos más de nuestro olfato que de la ciencia...