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FALLOS TAN ANTIGUOS COMO LA MEDICINA MISMA
La noche del 6 de mayo de 2001 Robert y Carol Ernst descansaban plácidamente en su casa de Keene, Texas. Esa misma tarde habían estado en los jardines Olive de la ciudad, recordando donde se conocieron cinco años antes. Tenían 60 años y estaban casados desde 1997.
A las 10 de la noche Carol despertó por lo que parecían los ronquidos de su marido. En realidad Robert agonizaba y entre estertores pedía auxilio a su sorprendida pareja. A las 11:15, fue declarado muerto en un hospital local.
Robert Ernst era deportista, triatleta y moría de un infarto por los efectos secundarios del Rofecoxib, un fármaco prescrito seis meses atrás para paliar los dolores de su incipiente artritis.
El 19 de agosto de 2005, un jurado de Texas concluyó, por diez votos a dos que había evidencias científicas suficientes para responsabilizar a la farmacéutica Merck de la muerte de Robert Ernst, fijando la indemnización a su viuda por daños y perjuicios en 253,4 millones de dólares, una de las más altas de la historia por este tipo de demandas. Una minucia para las arcas de la empresa.
A pesar de demostrarse que Merck conocía los efectos secundarios y mortales de su fármaco -incluso durante su comercialización- la farmacéutica ganaría posteriormente la apelación en este caso.
Como no fue la única demanda, Merck acabó por retirar el fármaco después de cinco años de exitosa comercialización, a razón de 2.500 millones de dólares en ventas cada año.
La historia del Rofecoxib es una de tantas protagonizadas por una industria absolutamente imprescindible pero escorada excesivamente al lucro y al liberalismo del sector privado, a los mecanismos publicitarios de supervivencia y al monopolio de las patentes más restrictivas del panorama comercial. Una industria con una lucha constante entre ética, beneficio económico e investigación y desarrollo.
Los errores de esta industria son tan antiguos como la medicina. Un sistema basado en la prueba, el ensayo y el error sometida a la presión de millones de enfermos dispuestos a consumir cualquier brebaje que prometa mitigar sus males. El componente mágico también ayudaba a paliar el desconocimiento o la falta de ensayo de un método mínimamente científico.
Ya Aristóteles recomendaba el chupito de mercurio puro para tratar ciertas afecciones de la piel. Un metal tan bello sólo podía tener propiedades beneficiosas. En el siglo XVIII también se usó como purgante y sustituto de la fibra intestinal o para tratar enfermedades venéreas. El mismísimo Abraham Lincoln tomaba una medicina compuesta por 33 partes de mercurio para tratar su ‘melancolía’ y que podría explicar sus ataques psicóticos durante la guerra.
Hoy solo hay certezas para calificar a este elemento como un metal pesado muy tóxico a la ingesta y responsable de enfermedades graves como el síndrome de Young. A pesar de ello se sigue usando en la industria cosmética y, hasta hace bien poco, en las prótesis dentales más comunes. Pero el control es infinitamente mayor.
Hasta que no se normalizaron los ensayos clínicos el nivel de la industria se resumía en la producción de pócimas o brebajes mezclados por farmacéuticos independientes o pequeñas compañías sin control ni estudio de efectos secundarios. Los jarabes para niños tenían grandes cantidades de morfina que ‘tranquilizaban’ a las criaturas a las primeras de cambio provocando la confianza total en el medicamento de sus progenitores. La tos se trataba también con jarabe de heroína y los calmantes llevaban cloroformo para ‘adormecer’ el estrés de los primeros ejecutivos.
Foto: Heroína para tratar a los niños / Fuente: fogonazos.es
Con la llegada de la electricidad, la industria descubrió un filón de magia para satisfacer la modernidad de los crédulos. Las nuevas tecnologías siempre han sido aprovechadas para dar un plus de innovación a medicamentos y terapias, tengan o no tengan propiedades beneficiosas. Aparatos enchufados prometían curar todo tipo de enfermedades y, a diferencia de otros potingues, esto se podía sentir.
La electroterapia fue tan popular como mal usada desde 1850 a 1900 y llevó todo tipo de fraudes y artilugios vendehumos a la industria. Aparatos de electroterapia para el ano y la próstata, pulseras mágicas, el vibrómetro o la célebre silla vibratoria del balneario de Battle Creek, una silla eléctrica que prometía curar el estreñimiento y el dolor de espalda agitándote como en una batidora.
Algo parecido pasó con la popularización de los compuestos radiactivos tras su descubrimiento por el matrimonio Curie. “La radioactividad te hará sentir más sano” rezaba el eslogan de algunos medicamentos de los años 20. Agua radiactiva que prometía ‘limpiar tu organismo’ con los millones de rayos que penetran en él tras su ingestión. Pasta de dientes para lucir una sonrisa radiante (literal), supositorios radioactivos para restaurar la potencia sexual o el famoso Radhitor, agua destilada con una porción de radio que aseguraba curar el cáncer o la impotencia.
Foto: Supositorios radioactivos / Fuente: orau.org
El hecho que contribuyó en mayor medida a mejorar la regulación en los ensayos clínicos y el control de los medicamentos en la era moderna ha sido la catástrofe de la talidomida, uno de los mayores desastres de la industria farmacéutica. Se trataba de un sedante comercializado entre 1958 y 1963 que servía también para combatir las náuseas del embarazo y que provocó más de 10.000 nacimientos con malformaciones irreversibles por todo el planeta. El problema de la falta de ensayos aislados del fármaco ocasionó que los casos se confundieran con la estadística normal de malformaciones, impidiendo una relación causa-efecto que hubiera atenuado las consecuencias.
Foto: Afectada por la talidomida / Fuente: antena3.com
Fue el médico español Claus Knapp el que asoció los casos al compuesto en un estudio de campo de tan solo tres semanas. No encontraron relación genética ni antecedentes entre los bebés y sus familiares en los 500 casos que estudiaron, por lo que dedujeron que la causa debía ser exógena. Llegar a la talidomida fue una conclusión muy complicada. Por aquella época tomar algo para los nervios estaba muy mal visto (más durante el embarazo), por lo que en las encuestas de Claus y su socio Widukind Lenz, las mujeres no declararon nunca su ingesta. Hasta que el marido de una de las afectadas, que era médico y controlaba su embarazo, confesó que fue lo único que tomaba. Al preguntar e insistir en el resto de casos encontraron en todos la coincidencia.
A partir de ahí la industria mejoró los filtros y endureció la normativa, pero no consiguió eliminar totalmente el peligro del proceso productivo. Es el caso comentado del Rofecoxib o de los antidiabéticos pioglitazona y rosiglitazona. Formulaciones que sufrieron una sonada caída de ventas al comprobarse que “sus beneficios no superaban a sus riesgos” según la agencia europea del medicamento. O del medicamento anticolesterol Baycol, retirado del mercado en 2001 por Bayer tras 31 fallecimientos en Estados Unidos por complicaciones asociadas a sus efectos secundarios.
Actualmente, crear un nuevo fármaco a nivel mundial está presupuestado en unos 600 millones de dólares de media, sin contar con el costo de todos los compuestos que se quedan en el camino al no cumplir expectativas o pasar el filtro de los ensayos. A la hora de amortizar, las grandes farmacéuticas tienen que invertir en fórmulas ya comercializadas y rentables (variantes de otras marcas) o en marketing y publicidad para las nuevas fórmulas de riesgo.
Es ahí donde se prostituyen los principios éticos y morales. Muchas compañías exageran o promocionan dolencias comunes donde la inversión y el riesgo es mínimo (colesterol, calcio de los huesos) y la rentabilidad es máxima. Se trata de vender medicamentos a gente sana para que al final todo el mundo sea cliente. Al final, para vender la supuesta rentabilidad, las grandes se gastan entre un 30% y un 35% del presupuesto anual en promoción y sólo un 13% en investigación y desarrollo. Quizás ahí esté el problema.