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POR NUESTRA CARA BONITA
Probablemente, ni siquiera la malvada reina de ‘Blancanieves’ se lo habría planteado. Y eso que se miraba bastante al espejo. Pero independientemente de que seamos o no los más guapos del reino, lo cierto es que el rostro humano, tal y como luce hoy en día, es el resultado de millones de años de evolución y cambios paulatinos.
El ‘Ardipithecus ramidus’ (más conocido como Ardi), considerado el homínido bípedo más antiguo estudiado hasta la fecha, vivió hace 4,4 millones de años en lo que actualmente es Etiopía. El análisis de sus fósiles reveló que Ardi tenía rasgos primitivos similares a los de sus predecesores, los primates antiguos.
Aunque es pariente nuestro, la cara y el cráneo de Ardi eran prácticamente como los de un simio. Hoy sabemos que la evolución ha trabajado duro desde entonces para moldear el rostro de nuestros antepasados hasta obtener el resultado que podemos ver diariamente al mirarnos al espejo. Pero ¿por qué las facciones de los ‘Homo sapiens’ que hoy habitan la Tierra tienen ese aspecto?
Esta es la pregunta que ocho importantes expertos en evolución han respondido en un estudio publicado esta semana en ‘Nature Ecology & Evolution’. Basándose en sus conocimientos y en trabajos anteriores, han hecho un repaso de la historia evolutiva del rostro humano desde hace 4,4 millones de años hasta la actualidad.
Somos lo que comemos
Dejando aparte las extremidades, que no han cambiado demasiado más allá de adaptaciones para el desplazamiento bípedo, el cráneo y los dientes de nuestros ancestros han sufrido numerosas alteraciones que permiten conocer más profundamente su evolución.
Las principales modificaciones han tenido que ver con el creciente tamaño del cerebro y la satisfacción de necesidades vitales como respirar y conseguir energía, pero también con cambios en las mandíbulas, los dientes y el rostro en respuesta a variaciones en la dieta y la forma de alimentarse. Podría decirse que somos (al menos en parte) lo que comemos.
El menú de los primeros ancestros humanos, entre los que también figuran los australopitecos como Lucy (en torno a un millón de años posterior a ‘Ardi’), estaba compuesto esencialmente por frutos y alimentos vegetales muy duros (tallos, cortezas o tubérculos).
Por eso necesitaban unos potentes músculos mandibulares y fuertes dientes para partirlos y masticarlos. De ahí que sus caras fueran más bien anchas y profundas, con amplias áreas allí donde se unían los músculos.
A medida que su entorno fue cambiando hacia unas condiciones más secas y menos arbóreas, las primeras especies del género ‘Homo’ comenzaron a utilizar herramientas para desmenuzar los alimentos y cortar la carne. Sus mandíbulas y dientes cambiaron para volverse más delicados y su rostro se aplanó.
Pero la evolución de la parte frontal del cráneo no solo se debió a factores puramente mecánicos. También sufrió modificaciones en respuesta al contexto social y cultural, ya que la cara tiene un importante papel en la interacción entre individuos.
Por ejemplo, la habilidad para formar distintas expresiones faciales capaces de transmitir emociones mejoró la comunicación no verbal.
Especies de nuestro género extintas, como los ‘Homo erectus’ y los neandertales, tenían unos arcos de las cejas amplios y protuberantes. Eran muy similares a los que presentan los grandes simios africanos a quienes, según se cree, les ayudan a comunicar dominancia o agresividad.
Los expertos sugieren que estas funciones sociales influyeron también en los cambios del rostro de nuestros parientes.
Poco a poco, fueron perdiendo los grandes dientes afilados y las cejas protuberantes, posiblemente, a medida que evolucionaron hacia comportamientos menos agresivos, basados en la cooperación.
Como señala William Kimbel, investigador de la Universidad de Arizona y coautor del estudio, saber más sobre este largo proceso evolutivo nos permite mirar con otros ojos nuestra anatomía y entender que “somos el producto de nuestro pasado”.