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MULTITUD DE CASOS, EN DUDA
¿Pueden los animales tener conductas suicidas? ¿Son comportamientos voluntarios y deliberados como en el hombre? ¿Pueden los animales planear y ejecutar su propia desaparición?
A finales del verano de 2009, en una apacible villa de los Alpes suizos llamada Lauterbrunnenl, 28 vacas aparecieron reventadas en el fondo de un acantilado. 28 vacas que se habían ido tirando inexplicablemente durante tres días para el asombro de sus vecinos que no dudaron en bautizarlas como ‘las vacas suicidas’. Nadie las había visto tirarse pero todo el mundo estaba convencido de su comportamiento desesperado
El caso de las vacas suizas se explicó desde el sentido común. Era el final de un cálido y apacible verano con brotes violentos de tormentas y con abundante aparato eléctrico. Simplemente las vacas intentaron huir asustadas por el ruido y las luces -y tal vez sintieron en sus pezuñas alguna descarga eléctrica que descontrolaron la vacada-, degenerando en un pánico que les conduciría al callejón sin salida: un precipicio con escasa visibilidad. El episodio se repetiría varias veces al mismo ritmo de las tormentas.
Los animales, como el hombre, pueden tener comportamientos autodestructivos inducidos por el estrés, la fatiga o la tristeza. Estos comportamientos pueden desembocar en la autoextinción o muerte por falta de cuidado o degeneración de una enfermedad asociada. Pero lo que no tienen tan claro los biólogos es que haya una conciencia animal de las consecuencias asociadas a esa dejadez conductual.
El perro se siente triste y no comerá, pero no sabe que eso le puede llevar a la muerte: simplemente la manifestación de esa tristeza es un mecanismo gestual para buscar cariño en sus semejantes o cuidadores. Más bien son comportamientos asociados a instrucciones labradas en su código genético que funcionan como mecanismo de supervivencia.
Por ejemplo, el pulgón del guisante tiene unas glándulas internas que le permiten suicidarse voluntariamente cuando quiera mediante una explosión de todo su cuerpo. En realidad el pulgón utiliza esta estrategia cuando se siente amenazado por las mariquitas para lograr su espantada y que no amenace a otros compañeros. Es el suicidio social que utilizan muchas especies para proteger sus colonias o a sus parejas, muy alejado del suicidio como lo entendemos los humanos.
Sin embargo hay animales en los que estas instrucciones genéticas parecen auténticos manuales de suicidio diseñados por humanos. Es el caso del Tarsero, un primate haplorrino de enormes ojos marrones, asustadizo y nervioso que se suicida dándose golpes en la cabeza contra el suelo en cuando se le enjaula o se le priva de libertad.
El tarsero no duda tampoco en sumergir su cabeza en agua hasta la muerte cuando se siente encerrado o amenazado. Este comportamiento hace casi imposible su supervivencia y cría en cautividad. Solo en gigantescos recintos donde se sientan como en la selva puede prosperar su cría. Aun así, la esperanza de vida de estos animales en estas condiciones se rebaja drásticamente a la mitad.
Otro caso que ha ayudado a agrandar la hipótesis del suicidio animal como conducta planeada es la historia del famoso ‘puente de los perros suicidas’. Durante años en un diminuto pueblo del oeste de Escocia llamado Milton, muchos de los perros que cruzaban un puente victoriano de la localidad se lanzaban misteriosamente desde el punto más alto al vacío, con actitudes claramente suicidas.
Hasta 100 ejemplares se suicidaron inexplicablemente en aquel puente durante varias décadas sin que nadie pudiese dar una explicación coherente al comportamiento psicótico y contagioso que convertía a los canes en auténticos kamikazes. El caso atrajo a charlatanes, parapsicólogos y otros oportunistas que ayudaron a fomentar la leyenda para hacer dinero.
Pero fue la ciencia (otra vez) la que resolvió el misterio. Debajo de aquel misterioso puente vivía una colonia muy numerosa y agresiva de visón americano, un mustélido que se había apropiado la zona años atrás y que confundía a los perros. Estos mamíferos tienen unas glándulas que segregan una potente sustancia para marcar su territorio que vuelve locos a los canes, sobre todo a los de hocico grande: Labradores, Collies, y Golden Retrievers... precisamente los que más saltaban.
El diseño del puente, muy angosto en la zona, hacía que el olor se concentrara justo debajo de su ojo central. Los petos ciegos y altos del puente hicieron el resto: impedían la visión y la percepción del vacío a los animales que se volvían locos por la fuerte fragancia y acababan saltando desconcertados en busca del origen. No se suicidaban, simplemente respondían a su instinto cazador.
Hay abundante literatura sobre casos de elefantes que se tiran por precipicios, perros que se suicidan cuando pierden a su amo, mantis religiosas que entregan su cuerpo tras el apareamiento o abejas que mueren matando cuando clavan su agujón, pero todos responden a un comportamiento no voluntario. Las emociones básicas que sienten nuestras mascotas -tristeza, felicidad o miedo- pueden degenerar en un estrés mortal que se asemeje a una voluntad suicida... pero es irreal.
El concepto de muerte es un pensamiento muy sofiscicado para que lo entienda un animal. Los animales no pueden suicidarse porque no lo pueden premeditar. Pueden matarse como consecuencia de una conducta innata marcada en sus genes o imitando un comportamiento de algún semejante pero no pueden planear un suicidio si no entienden o no tienen consciencia de lo que es realmente la muerte y sus consecuencias. El suicidio animal responde siempre a una respuesta natural e instintiva a las condiciones extremas que marcan su existencia.