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LOS ORÍGENES GENÉTICOS DEL ASCO
Si hay un alimento asociado a las manías personales en el mundo anglosajón son las coles de Bruselas. Se ha llegado incluso a determinar que nuestro rechazo a esta comida probablemente se debía a un gen determinado, el TAS2R32, que produce una proteína que reacciona con una sustancia química llamada PTC y da la sensación de amargor. Pero ¿cuánto hay de cierto en ello?
Sólo hay que ver la cara de asco que pone un niño para describir gráficamente el rechazo que producen las coles de Bruselas a la mayoría de las personas. Si el asco es seguramente un sistema para detectar lo que puede enfermarnos y evitarlo, ¿estamos entonces ante un alimento malsano que nuestros padres se empeñaban en que tomáramos?
En realidad, explicar el asco hacia este alimento no es tan sencillo como parece. Quizá en él subyace algún mecanismo genético, pero también hay pruebas sólidas que apuntan a que se trata de un condicionamiento cultural.
La discusión al respecto se inició con un artículo de Yotam Ottolenghi según el cual el asco por las coles de Bruselas se debía al gen TAS2R38, que produce una proteína que reacciona con una sustancia química llamada PTC que proporciona la sensación de amargor. Con ello, Ottolengui ofrecía una explicación molecular a nuestro rechazo.
Es cierto que la biología en general puede ayudarnos a explicar mejor nuestras fobias y filias por la comida. Por ejemplo, hay personas que nacen con una sensibilidad superior a la hoja de cilantro, lo que favorece que este condimento tan usado en algunas gastronomías les sepa mal, como a jabón en vez a hierba fresca. También hay personas que captan con mayor intensidad el sabor amargo, como sugiere un estudio de Linda Bartoshuk, de la Universidad de Yale. Según Bartoshuk, un cuarto de la población nota más el sabor amargo, otro cuarto lo nota muy poco, y el 50% restante lo nota de forma moderada.
Pero la biología no es toda la historia del sabor. La mayor parte de los bebés, por ejemplo, muestran asco por alimentos que culturalmente acabamos entronizando como delicatessen, como la cerveza, el café, las anchoas, las alcaparras o el whisky. Es como si aprendiéramos con el tiempo a captar matices agradables lo que, de todo punto, es amargo o tiene un sabor desagradable.
El poder de la cultura
Como explica la experta Bee Wilson en su libro 'El primer bocado', "muy pocos elementos apuntan a que los genes determinen los alimentos que preferimos, ni en el caso de los adultos ni en el de los niños". Por ejemplo, el tener predisposición biológica a captar más fácilmente el sabor amargo no influye en absoluto en la cantidad de cerveza que bebe una persona, ni para bien ni para mal, cuando la lógica consecuente debería reflejar que al experimentar mayor amargura se consumiría en menor proporción.
De hecho, un un estudio con cientos de niños irlandeses de entre 7 y 13 años, entre los que había sujetos biológicamente predispuestos a captar más el amargor, se monitorizó cuántas cantidades de col, coliflor y coles de Bruselas consumieron en tres días, y hubo pocas diferencias significativas entre los que captaban más el sabor amargo y los que no. Una encuesta de 2013 a estudiantes universitarios apuntó a una conclusión similar, concluyéndose que el ambiente influía más que los genes a este respecto.
Al parecer, el aspecto decisivo para que nos gusten las coles de Bruselas o no es cómo nos acostumbran a comerlas desde que somos pequeños: no sólo a tomarlas en mayor medida, sino a presentarlas como algo agradable, lo cual se puede reforzar cocinándolas de formas más suculentas, y no obligar a que se coman con demasiada vehemencia. Así pues, en un ambiente alimentario saludable se adquieren fácilmente gustos saludables.
Dicho de otro modo: si todos empezáramos a comer coles de Bruselas salteadas con ajo caramelizado y cáscara de limón (por ejemplo), probablemente sería una verdura más apreciada por todos, con independencia de nuestros genes.