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¡CACA VA!
Desde las heces cuadradas de los wómbats a los repugnantes chorros que expulsan los pingüinos, algunas especies tienen peculiares formas de deshacerse de las sustancias que su organismo evacúa.
Acudir al baño con un libro bajo el brazo o aprovechar el tiempo que pasamos sentados en el trono de cerámica para superar varias pantallas de un videojuego son costumbres humanas que ya a nadie sorprenden. No ocurre lo mismo con algunas de las peculiares prácticas que otros integrantes del reino animal exhiben al evacuar su vientre. Unos hábitos —estás sobre aviso— tan llamativos como desagradables.
Para hacerse una idea de las rarezas escatológicas que podemos encontrar en la naturaleza, no hay nada como empezar con el caso del enigmático wómbat. Aunque lo suyo no es un acto voluntario, este curioso marsupial cuyo rostro recuerda mucho al de los koalas es la única especie que defeca excrementos cuadrados. Según ha desvelado recientemente un equipo de ingenieros del Instituto Tecnológico de Georgia, el secreto de la geometría de sus heces radica en su tracto digestivo.
A diferencia de lo que se ha observado en el resto de animales, las paredes del intestino de este mamífero australiano tienen una elasticidad variable. Debido a esta característica, ejercen diferentes presiones sobre el material de desecho, moldeándolo hasta producir esa forma tan curiosa que hasta hace poco seguía constituyendo todo un misterio para los científicos.
Un ave a la que seguramente no le importaría compartir las capacidades del wómbat es el conocido como corredor escamoso chico, una especie natural de algunas regiones africanas. Este pajarillo utiliza el pico y las patas para conseguir que sus excrementos se parezcan todo lo posible a los huevos que ponen en sus nidos. Con esta estrategia, los progenitores consiguen que los depredadores que intenten comérselos se lleven una desagradable sorpresa.
Perdona, hay una china en tus heces
Más allá de su forma, el material que compone las heces de algunos animales puede también llegar a sorprendernos. Un buen ejemplo es el pez loro, un habitante de los arrecifes cuya dieta se basa en engullir pedazos de coral. Los tritura con sus potentes mandíbulas y los traga para quedarse con las algas y otros pequeños organismos. El resto lo expulsa por la puerta de atrás en forma de arena, el principal ingrediente de sus excrementos.
Los desechos sólidos de los capibaras o carpinchos, un mamífero natural de los humedales sudamericanos, son mucho más consistentes. Al menos en una de sus versiones, pues estos animales pueden producir dos tipos de excrementos. Uno de ellos es blando y muy nutritivo, ya que sirve de alimento a otros de su especie —practican la coprofagia—, mientras que el otro, resultado de una segunda digestión, es seco y con forma oval.
Pero los excrementos no solo pueden convertirse en el plato perfecto de las comidas familiares. También en armas arrojadizas, como bien demuestran los adorables pingüinos adelaida. Estas aves blanquinegras tienen una costumbre bastante menos entrañable que su aspecto: expulsan aquí y allá repugnantes chorros de excrementos a propulsión.
Los investigadores que han estudiado este peculiar comportamiento creen que se trata de una estrategia de higiene que permite a estos animales librarse de bacterias causantes de enfermedades —siempre y cuando sepan esquivar la repugnante lluvia fecal del vecino—.
Y los pingüinos no son los únicos aficionados a esparcir sus heces. Puede que no les ganen en distancia o precisión, pero los hipopótamos son unos auténticos maestros en el tema. Su estrategia consiste en utilizar su cola como una especie de hélice encargada de esparcir sus excrementos a medida que los expulsan.
Los monos también se suman a la práctica, pero ellos sí tienen un objetivo claro. En teoría, lanzan sus malolientes desechos como para ahuyentar a posibles amenazas, aunque en ocasiones pueden hacerlo simplemente por aburrimiento. Justo al contrario que los buitres: estas aves de carroña rocían sus patas con sus propias heces (blancas y fluidas) con el objetivo de aprovechar el poder bactericida del ácido úrico que contienen.
No es que los animales no sientan asco, pero, como puedes intuir, no experimentan esta respuesta evolutiva —desarrollada para evitar patógenos y enfermedades— por los mismos motivos que las personas.