Selva y océano
Es difícil pensar en Brasil sin recurrir a las evocadores imágenes de Río de Janeiro y São Paulo, con sus playas concurridas, con cuerpos esculturales y turistas, muchos turistas, que se agolpan en las principales atracciones turísticas. Sin embargo, hay rincones de la costa brasileña donde aún disfrutan de mucha paz, donde el paraíso está a la vuelta de cada esquina y apenas sigue siendo un secreto a voces, por lo que no hay hordas de viajeros en cada calle. Uno de ellos, quizás uno de los más bonitos, es Paraty.
A medio camino entre Río y São Paulo, lo primero que llama la atención cuando llegas allí es la increíble conservación de su casco histórico, levantado casi todo en el siglo XVI por los colonos portugueses y que mantiene intacto su encanto de la época. El empedrado es prácticamente el mismo que se puso hace cientos de años, lo que explica también porque no siempre el terreno es tan firme como sería de esperar de una calle del siglo XXI. Y a eso hay que sumar un fuerte del siglo XVII, tiendas de artesanía indígena, antiguos almacenes del comercio de oro y café... Y todo ello rodeado de grandes montañas y una frondosidad exuberante.
De hecho, estamos en plena Mata Atlántica, el bosque neotropical que ocupaba antiguamente casi todo Brasil y también parte de Paraguay y Argentina y que hoy prácticamente se ha reducida a este litoral atlántico, ocupando también parte de la meseta y que mantiene una biodiversidad que sólo es aumentada por el vecino del norte: el Amazonas.
Paraty también es conocida como ‘la Venecia brasileña’. Y es que las calles, con sus casas encaladas, ven interrumpida su tranquilidad cuando se inundan por completo los días que la marea sube algo más de lo habitual. Los habitantes están acostumbrados, ya que desde que se comenzó a crear la ciudad, sus calles están creadas para que el agua fluya y se retire, aprovechando, de paso, según los vecinos, para limpiar algunas de las calles.
Sus playas, rodeadas de selva, son la viva imagen del paraíso. Y sus locales y bares no tienen espacio para el aburrimiento ni para la tristeza, pues no falta en ninguno música en vivo, buenas caipirinhas y, sobre todo, mucho baile. Chicas y chicos animan a los turistas a dejar la vergüenza en el hotel y que salgan a bailar con ellos. No se trata de hacerlo bien, sino de divertirse con la música, y casi es una ofensa decir que no.
Hacer turismo en Paraty implica recorrer la historia colonial portuguesa y sus aventuras. Por ejemplo, si tomamos, internándonos en la selva, el Caminho Velho do Ouro, creado en el siglo XVI con la esperanza de unir el mar Atlántico con las minas de Potosí. Una distancia tan larga y tan mal calculada que nunca se llegó a cubrir, pero que dejó a cambio una vía de entrada al bosque tropical.
Sus restaurantes son reflejo de una cocina muy casera y tradicional. Una buena idea es ir a la Casa do Fogo, de apenas diez mesas, decorado en colores pasteles. Se distingue por la particular forma en que preparan las comandas, en grandes sartenes donde flambean los alimentos en cachaça. Las llamas iluminan la cocina a la vista de los clientes.
Con su puerto siempre repleto de pequeños y medianos barcos pesqueros de mil colores, pasear por él es sinónimo de relajación, serenidad... Ver a los pescadores preparar la jornada, descargar la pesca, reparar redes... nos traslada a otra época y, sin duda, nos recuerda que otro Brasil es posible.
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