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RECUERDOS
La clave está en aprender a desaprender, aunque suene paradójico.
Tomar malas decisiones no siempre es una cuestión de falta de información ni de irracionalidad pura. En muchos casos, el problema no está en lo que pensamos conscientemente, sino en cómo nuestro cerebro ha aprendido (y sigue aprendiendo) a leer el mundo que lo rodea.
Un estudio, publicado en The Journal of Neuroscience y liderado por Giuseppe di Pellegrino, de la Universidad de Bolonia, sugiere que algunas personas toman decisiones desfavorables no porque no entiendan los riesgos, sino porque su cerebro se aferra con demasiada fuerza a señales del entorno que en algún momento funcionaron como guías útiles.
En este sentido, el equipo de di Pellegrino, distingue dos tipos de aprendizaje: el instrumental y el condicionamiento pavloviano. "El éxito del comportamiento guiado por recompensas – señala el estudio - se basa no solo en el aprendizaje de acciones para obtener recompensas, sino también en el aprendizaje de señales que predicen la recompensa, las cuales motivan y preparan al animal para perseguirla y consumirla. Estos dos tipos de aprendizaje se han estudiado ampliamente, pero aún no está claro cómo el cerebro actualiza y arbitra entre estos sistemas, especialmente cuando las señales pavlovianas son irrelevantes para la toma de decisiones". La respuesta es este estudio.
El punto de partida es sencillo y profundamente humano. A lo largo de la vida aprendemos a asociar sonidos, imágenes o contextos con resultados concretos. Un semáforo en rojo significa peligro, una melodía concreta puede anticipar algo agradable, un determinado lugar puede activar una sensación de amenaza o de recompensa. Este aprendizaje asociativo es una herramienta fundamental para sobrevivir en un mundo complejo. El problema aparece cuando esas asociaciones se vuelven rígidas.
El estudio muestra que no todas las personas utilizan estas señales del mismo modo. Algunas dependen mucho más de los estímulos visuales y sonoros que rodean una decisión. Para ellas, los "indicadores" del entorno pesan más que la evaluación racional del resultado. Cuando una señal ha estado ligada en el pasado a una recompensa o a la evitación de un castigo, el cerebro tiende a seguirla incluso cuando las reglas del juego han cambiado.
El equipo de di Pellegrino observó que estas personas tienen más dificultades para actualizar sus creencias cuando una señal deja de ser fiable o empieza a indicar un resultado negativo. En otras palabras, les cuesta desaprender. El cerebro sigue actuando como si el mundo no hubiera cambiado, y esa inercia cognitiva conduce a decisiones cada vez más desventajosas que se mantienen en el tiempo.
Este mecanismo ayuda a entender por qué ciertos patrones de conducta persisten incluso cuando generan sufrimiento. En trastornos compulsivos, adicciones o ansiedad, las señales del entorno pueden adquirir un poder desproporcionado. Un sonido, una imagen o una situación concreta no solo activan un recuerdo, sino que empujan la conducta en una dirección casi automática. El individuo no elige libremente repetir el error; su sistema de aprendizaje está sesgado hacia esas pistas, favoreciéndolas o evitándolas de manera extrema.
Los autores del estudio destacan que esta sensibilidad aumentada a las señales va acompañada de una menor capacidad para revisar creencias previas. Cuando el entorno cambia y una pista deja de ser segura, el cerebro de estas personas no ajusta el modelo interno con la misma rapidez. El resultado es una toma de decisiones que empeora con el tiempo, justo lo contrario de lo que cabría esperar de la experiencia.
Lejos de presentar este fenómeno como un fallo moral o una debilidad de carácter, el estudio lo sitúa en el terreno de la neurociencia del aprendizaje. Tomar malas decisiones puede ser la consecuencia directa de un sistema que aprendió demasiado bien y que ahora se resiste a olvidar. Desde esta perspectiva, la persistencia del error no es una anomalía, sino un subproducto de los mismos mecanismos que normalmente nos ayudan a orientarnos en el mundo.
Los autores señalan que comprender estas diferencias individuales en la sensibilidad a las señales podría ser clave para entender por qué algunas personas son más vulnerables a conductas dañinas. También abre la puerta a intervenciones más precisas, centradas no solo en cambiar la decisión final, sino en modificar la relación del cerebro con las pistas que la desencadenan.
En el fondo, el estudio sugiere una idea inquietante pero esclarecedora: a veces no tomamos malas decisiones porque queramos hacerlo, sino porque nuestro cerebro sigue obedeciendo a un mapa antiguo de un territorio que ya no existe. Entender cómo se dibujó ese mapa puede ser el primer paso para aprender, por fin, a trazar uno nuevo.